jueves, 2 de octubre de 2014

Libro del desasosiego (Fernando Pessoa 1888–1935)

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(TRECHO INICIAL)
 
 
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Todo se me evapora. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora. Continuamente siento que he sido otro, que he sentido otro, que he pensado otro. Aquello a lo que asisto es un espectáculo con otro escenario. Y aquello a lo que asisto soy yo.
Encuentro a veces, en la confusión vacía de mis gavetas literarias, papeles escritos por mí hace diez años, hace quince años, hace quizá más años. Y muchos de ellos me parecen de un extraño; me desreconozco en ellos. Hubo quien los escribió, y fui yo. Los sentí yo, pero fue como en otra vida, de la que hubiese despertado como un sueño ajeno.
Es frecuente que encuentre cosas escritas por mí cuando todavía era muy joven, fragmentos de los diecisiete años, fragmentos de los veinte años. Y algunos tienen un poder de expresión que no recuerdo poder haber tenido en aquel tiempo de mi vida. Hay en ciertas frases, en varios períodos, de cosas escritas a pocos pasos de mi adolescencia, que me parecen producto de tal cual soy ahora, educado por años y por cosas. Reconozco que no soy el mismo que era. Y, habiendo sentido que me encuentro hoy en un progreso grande de lo que he sido, pregunto dónde está el progreso si entonces era el mismo que soy ahora.
Hay en esto un misterio que me desvirtúa y oprime.
Hace unos días sufrí una impresión espantosa con un breve escrito de mi pasado. Recuerdo perfectamente que mi escrúpulo, por lo menos relativo, por el lenguaje data de hace pocos años. Encontré en una gaveta un escrito mío, mucho más antiguo, en que ese mismo escrúpulo estaba fuertemente acentuado. No me comprendí en el pasado positivamente. ¿Cómo he avanzado hacia lo que ya era? ¿Cómo me he conocido hoy lo que me desconocí ayer? Y todo se me confunde en un laberinto donde, conmigo, me extravío de mí.
Devaneo con el pensamiento, y estoy seguro de que esto que escribo ya lo he escrito. Lo recuerdo. Y pregunto al que en mí presume de ser si no habrá en el platonismo de las sensaciones otra anamnesis más inclinada, otro recuerdo de una vida anterior que apenas sea de esta vida...
Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?
 
 
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LA SOCIEDAD EN QUE VIVO
 
Toda de sueño. Mis amigos soñados. Sus familias, hábitos, profesiones y (...)
 
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Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina, cuerdas y arpas, timbales y tambores, dentro de mí. Sólo me conozco como sinfonía.
 
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Hoy he llegado, de repente, a una sensación absurda y justa. Me he dado cuenta, en un relámpago íntimo, de que no soy nadie. Nadie, absolutamente nadie. Cuando brilló el relámpago, aquello donde había supuesto una ciudad era una llanura desierta; y la luz siniestra que me mostró a mí no reveló un cielo encima de ella. Me han robado el poder de ser antes de que el mundo fuese. Si tuve que reencarnar, he reencarnado sin mí, sin haber reencarnado yo.
Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé pensar, no sé querer. Soy una figura de novela por escribir, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido, entre los sueños de quien no supo completarme.
Pienso siempre, siento siempre; pero mi pensamiento no contiene raciocinios, mi emoción no contiene emociones. Estoy cayendo, desde la trampa de allí arriba, por todo el espacio infinito, en una caída sin dirección, infinítupla (neologismo de Pessoa) y vacía. Mi alma es un maelstrom (corriente marina) negro, vasto vértigo alrededor del vacío, movimiento de un océano infinito en torno a un agujero de nada, y en las aguas que son más giro que aguas boyan todas las imágenes de lo que he visto y oído en el mundo –van casas, caras, libros, cajones, rastros de música y sílabas de voces, en un remolino siniestro y sin fondo.
Y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino mediante una geometría del abismo; soy la nada en torno a la cual gira este movimiento, sin que ese centro exista sino porque todo círculo lo tiene. Yo, verdaderamente yo, soy el pozo sin muros, pero con la viscosidad de los muros, el centro de todo con la nada alrededor.
Y es, en mí, como si el infierno mismo riese, sin por lo menos la humanidad de los diablos riéndose, la locura graznada del universo muerto, el cadáver rodante del espacio físico, el fin de todos los mundos fluctuando negro al viento, disforme, anacrónico, sin Dios que lo hubiese creado, sin él mismo que está rodando en las tinieblas de las tinieblas, imposible, único, todo.
¡Poder saber pensar! ¡Poder saber sentir!
Mi madre murió muy pronto, y yo no llegué a conocerla..."

1-12-1931
 
 
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Imagen Wikipedia.org
 
 

viernes, 9 de mayo de 2014

La Imaginación (Jean Paul Sartre 1905-1980)


Introducción

"Miro esta hoja blanca que está sobre mi mesa; advierto su forma, su color, su posición. Estas distintas cualidades presentan algunos rasgos comunes: en primer lugar se ofrecen a mi mirada como existencias sólo susceptibles de ser comprobadas y cuyo ser no depende en modo alguno de mi capricho. Son para mí, no son yo. Pero no son tampoco el otro, es decir, no dependen de ninguna espontaneidad, ni mía ni de otra conciencia. Están presentes e inertes a la vez. Esta inercia del contenido sensible, a menudo descrita, es la existencia en sí. Es inútil discutir si esta hoja se reduce a un conjunto de representaciones o si es y debe ser algo más. Lo cierto es que mi espontaneidad no puede producir sin duda la blancura que descubro. Esta forma inerte, que está más acá de toda espontaneidad consciente, que es preciso observar, captar poco a poco, es lo que se llama una cosa. En ningún caso mi conciencia podría ser una cosa, porque su modo de ser en sí es precisamente un ser para sí. Existir, para ella, es tener conciencia de su existencia. Aparece como una pura espontaneidad frente al mundo de las cosas que es pura inercia. Podemos, pues, establecer desde un comienzo dos tipos de existencia: en efecto, las cosas en cuanto inertes escapan al dominio de la conciencia; su inercia las salvaguarda y preserva su autonomía.
Pero hete aquí que, ahora, miro en otra dirección. Ya no veo la hoja de papel. Veo ahora el papel gris de la pared. La hoja deja de estar presente, no está más ahí. Sin embargo sé perfectamente que no ha desaparecido: su inercia la preserva de eso. Simplemente ha cesado de ser para mí. No obstante, hela aquí de nuevo. No he girado la cabeza, mi mirada está siempre dirigida hacia el papel gris; nada se ha movido en la pieza. No obstante la hoja se me aparece de nuevo con su forma, su color y su posición, y sé perfectamente, en el momento en que se me aparece, que es precisamente la hoja que veía hace un instante. ¿Es en verdad ella en persona? Sí y no. Por cierto afirmo que es la misma hoja con las mismas cualidades. Pero no desconozco que esa hoja ha quedado allá: sé que no gozo de su presencia; si quiero verla realmente, tengo que volverme hacia mi escritorio y dirigir la mirada hacia el secante en que está la hoja. La hoja que se me aparece en este momento tiene una identidad de esencia con la hoja que veía hace un instante. Y, por esencia, no entiendo solamente la estructura, sino también la individualidad misma. Sólo que esta identidad de esencia no va acompañada de una identidad de existencia. Es sí la misma hoja, la hoja que está actualmente sobre mi escritorio, pero existe de otro modo. Yo no la veo, no se impone como un límite a mi espontaneidad; no es tampoco algo inerte dado, existente en sí. En una palabra, no existe de hecho, existe en imagen.
(...)
No cabe duda de que una lectura superficial de los innumerables escritos consagrados desde hace sesenta años al problema de la imagen, parece revelar una extraordinaria diversidad de puntos de vista. (...) Descartes, Leibniz, Hume poseen la misma concepción de la imagen. Únicamente discrepan cuando es preciso determinar las relaciones de la imagen con el pensamiento. La psicología positiva ha conservado la noción de imagen tal como la heredó de esos filósofos. Pero, entre las tres soluciones que propusieron para el problema imagen-pensamiento, aquella no supo ni pudo elegir. Nos proponemos mostrar que necesariamente debía de ser así, desde que se aceptaba el postulado de una imagen-cosa. Pero, para mostrarlo más claramente, es preciso partir de Descartes y trazar una breve historia del problema de la imaginación.

Los grandes sistemas metafísicos

La principal preocupación de Descartes, frente a una tradición escolástica que concebía las especies como entidades mitad-materiales, mitad-espirituales, es separar con exactitud mecanismo y pensamiento, reduciendo por entero lo temporal a lo mecánico. La imagen es una cosa corporal, es el resultado de la acción de los cuerpos externos sobre nuestro propio cuerpo por intermedio de los sentidos y de los nervios. Como materia y conciencia se excluyen entre sí, la imagen en cuanto dibujada materialmente en alguna parte del cerebro, no podría estar animada de conciencia. La imagen es un objeto del mismo modo que los objetos externos. Es exactamente el límite de la exterioridad.
La imaginación o conocimiento de la imagen proviene del entendimiento; el entendimiento, aplicado a la impresión material producida en el cerebro, nos da una conciencia de la imagen. Ésta no se halla, por lo demás, colocada delante de la conciencia como un nuevo objeto por conocer, a pesar de su carácter de realidad corporal: en efecto, tal circunstancia extendería al infinito la posibilidad de una relación entre la conciencia y sus objetos. Ésta posee la extraña propiedad de poder motivar las acciones del alma; los movimientos del cerebro, provocados por los objetos externos, aunque no guarden semejanza con ellos, despiertan ideas en el alma; las ideas no provienen de los movimientos, son innatas en el hombre; pero aparecen en la conciencia cuando se producen los movimientos. Los movimientos son como signos que provocan en el alma ciertos sentimientos, pero Descartes no profundiza esta idea del signo al que parece atribuirle el sentido de lazo arbitrario, y sobre todo, no explica cómo hay conciencia de este signo; parece admitir una acción transitiva entre el cuerpo y el alma que lo lleva a introducir o cierta materialidad en el alma o cierta espiritualidad en la imagen material. No se comprende cómo el entendimiento se aplica a esta realidad corporal tan peculiar que es la imagen, ni, inversamente, cómo puede haber en el pensamiento intervención de la imaginación y del cuerpo, ya que, según Descartes, hasta los cuerpos son captados por el entendimiento puro.
(...)
Spinoza afirma aun más tajantemente que Descartes que el problema de la imagen verdadera no se resuelve a nivel de la imagen, sino solamente mediante el entendimiento.
(...)
Mientras que para resolver la oposición cartesiana, imagen-pensamiento, Leibniz tiende a virar la imagen como tal, el empirismo de Hume se aplica, por el contrario, a reducir todo el pensamiento a un sistema de imágenes. Toma del cartesianismo su descripción del mundo mecánico de la imaginación y aislando este mundo, hacia abajo, del terreno fisiológico en el cual se hallaba inmerso, hacia arriba, del entendimiento, lo convierte en el único terreno en el cual el espíritu humano se mueve realmente..."

martes, 25 de febrero de 2014

"La Eneida" (Virgilio 71 a. de J. C. – año 19 de la misma centuria)

Prólogo a cargo del editor
 
 
"Virgilio se inspiró en la Ilíada y la Odisea, de Homero, para componer su poema, partiendo de uno de los episodios más importantes de aquéllas: la guerra de Troya.
A Virgilio, el poeta de las Bucólicas y de las Geórgicas, le sedujo vivamente, como no podía menos, la dramática narración de las aventuras corridas por un grupo racial, los aenidos o troyanos, personificado en un héroe, Eneas, para llevar a cabo la alta empresa de fundar un pueblo en lugar muy alejado de las tierras nativas. (...) Virgilio toca en su poema las cuerdas del amor y del odio, de la alegría y de la tristeza, de lo noble del alma humana y de lo peor que ésta encierra; todo ello con poderosa fantasía y con una esperanzadora confianza en los destinos del hombre..."    

 

La profecía de Júpiter
 
Ya era terminado el día cuando Júpiter, mirando desde lo alto del firmamento las tierras y las playas y los remotos pueblos y el mar cruzado de rápidas velas, clavó sus ojos en los reinos de Libia. Hallábase Júpiter en la cumbre del Olimpo, Venus, extremadamente triste y con los ojos arrasados en lágrimas, le habló de esta manera:
"¡Oh tú que riges los destinos de los hombres y de los dioses con perpetuo imperio y los dominas con tus rayos! ¿En qué pudo ofenderte mi Eneas y los troyanos para que después de tantos trabajos como han pasado se les cierre el paso a Italia? Tú que me prometiste que de ellos, andando los años, saldrían los romanos, guías del mundo, descendientes de la sangre de Teucro, los cuales extenderían su imperio sobre el mar y la tierra. ¿Qué te ha hecho, ¡oh padre!, mudar de opinión?
Esta promesa tuya me consolaba de la caída de Troya y de su triste ruina, encontrando compensación en los hados adversos con los prósperos; pero ahora, a los mismos desventurados les persigue idéntica suerte. ¿Qué término, ¡oh dios!, darás a sus desgracias? Antenor logró salvarse pasando por entre los griegos y llegar al corazón del país de los liburnos y a la fuente de Timavo, de donde precipitándose por nueve bocas desde lo alto de la montaña cae al mar con gran estruendo, fertilizando los campos. Allí edificó la ciudad de Padua y las viviendas de los teucros, fijando en ellas las armas de Troya; ahora descansa gozando de la paz. Y nosotros, progenie tuya, a quienes concedes morar en los alcázares del cielo, perdemos nuestros barcos únicamente porque así lo quiere una sola diosa iracunda y nos vemos constantemente alejados de las costas de Italia. ¿Es éste el premio que nos reservas? ¿Es así como repondremos nuestro señorío?"
 
El padre de los hombres y de los dioses, mostrando en su rostro aquella apacible sonrisa que serena los cielos y las tempestades, besó a su hija y dijo:
"No tengas miedo, ¡oh Citerea! Los hados de los tuyos te protegen. Verás la ciudad y las murallas prometidas por Lavinio y verás elevarse hasta las estrellas al magnánimo Eneas. Mas para aliviar tu pena voy a descubrirte, tomándolos desde el pasado, los arcanos del porvenir. Eneas sostendrá en Italia grandes guerras y dominará pueblos feroces y les dará leyes y murallas; tres veranos pasarán y tres inviernos antes de que reine en el Lacio y logre sojuzgar a los rútulos. El niño Ascanio, que ahora lleva el sobrenombre de Iulio (Ilo se llamaba, mientras existió, el reino de Ilión), llenará con su imperio treinta años largos, un mes tras otro, y trasladará la capital de su reino de Lavinio a Alba Longa, que guarnecerá con grandes puertos militares; allí reinará por espacio de trescientos años el linaje de Héctor, hasta que la reina sacerdotisa Ilia, fecundada por el dios Marte, diere a luz en un parto dos hijos, Rómulo y Remo. Después, Rómulo, engalanado con la roja piel de la loba, dominará aquel pueblo y levantará las murallas de la ciudad de Marte, dando su nombre a los romanos.
No habrá límites ni plazo para las conquistas de este pueblo. La misma Juno, que hoy revuelve con tanta ira el mar, la tierra y la atmósfera, se vendrá a razones y favorecerá a los romanos, señores del mundo. Así lo quiero. Andando el tiempo, habrá una edad en que la casa de Asáraco subyugará a Ftías y a la ilustre Micenas y dominará a la vencida Argos. De este noble linaje troyano nacerá Julio César, nombre derivado del gran Iulo, y extenderá su imperio hasta el océano, y su nombre y fama, hasta las estrellas. Seguramente tú le recibirás algún día en el Olimpo cargado con los despojos de Oriente; entonces, suspensas las guerras, se amansarán los ásperos tiempos y la cándida Fe y Vesta y Quirino, su hermano Remo, dictarán las leyes. Quedarán cerradas las puertas del templo de la guerra y dentro el furor impío; sentado sobre crueles armas y atadas las manos detrás de la espalda bramará con sangrienta boca."
Dicho esto envió a Mercurio para que las puertas de Cartago se abriesen para asilar a lo teucros, no fuese que, ignorante Dido de lo dispuesto por los hados, los rechazase. Tiende el mensaje su vuelo por el inmenso éter, batiendo las alas, y al llegar a las playas de Libia cumple el mandato; los penos deponen su actitud de habitual fiereza y la reina se apresta a recibir a los teucros con suma benevolencia.