jueves, 21 de abril de 2011

Los complejos y el inconsciente (Carl G. Jung 1875 — 1961)

"Según la vieja concepción, el alma representaba la vida del cuerpo por excelencia, el soplo de vida, una especie de fuerza vital que, durante la gestación, el nacimiento o la procreación, penetraba el orden físico, espacial, y abandonaba de nuevo el cuerpo moribundo con su último suspiro. El alma en sí, entidad que no participaba del espacio pues era anterior y posterior a la realidad corporal, se encontraba situada al margen en duración y gozaba prácticamente de la inmortalidad.
Evidentemente, esta concepción, vista desde el ángulo de la psicología científica moderna, es una pura ilusión. Como no pretendemos hacer aquí "metafísica", ni moderna ni antigua, busquemos sin prejuicios lo que hay de empíricamente justificado en esta concepción pasada de moda.
Los nombres que el hombre da a sus experiencias son a menudo muy reveladores. ¿De dónde proviene la palabra Seele (alma)? El alemán Seele (alma) y el inglés soul son en gótico Saiwala, en germánico primitivo saiwalô, emparentado con el griego aiolos, que significa movedizo, abigarrado, tornasolado. La palabra psyché significa también, como es sabido, mariposa. Por otra parte, saiwalô, es un compuesto del viejo eslavo sila = fuerza. Estas realaciones aclaran la significación original de la palabra Seele (alma): el alma es una fuerza motriz, una fuerza vital.
Los nombres latinos animus = espíritu y ánima = alma, son lo mismo que el griego anemos = viento. La otra palabra griega que designa al viento, pneuma, significa también, como se sabe, espíritu. En gótico, encontraremos el mismo término en la forma de us-anan = ausatmen = expirar, y en latín, an-helare = respirar dificultosamente. En el viejo alto alemán spiritus sanctus se expresa con atum, Atem = aliento. En árabe, rih = viento, ruh = alma, espíritu. El griego psyché tiene un parentesco análogo con psycho = soplar, psychos = fresco, psychros = frío y physa = fuelle. Estas relaciones muestran claramente que en latín, en griego y en árabe el nombre dado al alma evoca la representación de viento agitado, de "soplo helado de los espíritus".
Paralelamente, los primitivos tienen una visión del alma que le atribuye un cuerpo formado de soplos invisibles.
Fácilmente se comprende que la respiración, que es un signo de vida, sirve para designarla con el mismo derecho que el movimiento o la fuerza creadora de movimiento. Otra concepción primitiva ve al alma como un fuego o una llama, siendo el calor también una característica de la vida. Otra representación curiosa, pero frecuente, identifica el alma y el nombre. El nombre de un individuo sería, según esto, su alma, y de aquí la costumbre de reencarnar en los recién nacidos el alma de los antepasados dándoles los nombres de éstos. Esta concepción equivale a identificar la parte con el todo, el yo consciente con el alma que expresa; frecuentemente, el alma es confundida también con las profundidades oscuras, con la sombra del individuo; de aquí que pisar la sombra de alguien sea una ofensa mortal. Esta es la razón de que el mediodía (la hora de los espíritus en el hemisferio sur) sea la hora peligrosa: la disminución de la sombra equivale a una amenaza contra la vida. La sombra expresa lo que los griegos llamaban el synopados, ese algo que nos sigue detrás, esa sensación imperceptible y vivaz de una presencia: también se ha llamado sombra al alma de los desaparecidos.
Estas alusiones bastan para demostrar de qué manera la intuición original elaboró la experiencia del alma. Lo psíquico aparecía como una fuente de vida, un primum movens, como una presencia sobrenatural pero objetiva. Esto explica que el primitivo pudiera conversar con su alma; ésta tiene una voz, que no es exactamente idéntica a él mismo ni a su conciencia. Lo psíquico, para la experiencia originaria, no es, como para nosotros, la quintaesencia de lo subjetivo y de lo arbitrario; es algo objetivo, algo que brota de forma espontánea y que tiene en sí mismo su razón de ser.
Esta concepción, desde un punto de vista empírico, está perfectamente justificada; no sólo al nivel primitivo, sino también en el hombre civilizado, lo psíquico resulta ser algo objetivo, sustraído en gran medida a la arbitrariedad de la conciencia: así, somos incapaces, por ejemplo, de reprimir la mayoría de nuestras emociones, de transformar en buen humor un humor detestable, de provocar o impedir sueños. Hasta el hombre más inteligente del mundo puede ser presa en ciertas ocasiones, de ideas de las que no logra desembarazarse, a despecho de los mayores esfuerzos de voluntad. Nuestra memoria da los saltos más increíbles sin que podamos intervenir más que con nuestra admiración pasiva; nos pasan por la cabeza fantasías que ni hemos buscado ni esperamos. Es cierto que nos halaga ser los dueños de nuestra propia casa. En realidad, dependemos, en proporciones angustiosas, de un funcionamiento preciso de nuestro psiquismo inconsciente, de sus sobresaltos y de sus fallos ocasionales. Además, después de estudiar la psicología de los neuróticos, resulta ridículo que haya todavía psicólogos que pongan a la conciencia y a la psique en el mismo plano. Por otra parte, la psicología de los neuróticos, no se diferencia, como es sabido, de la de los individuos considerados normales más que por rasgos insignificantes. Además, ¿quién, en nuestros tiempos, tiene la perfecta seguridad de no ser un neurótico?
Esta situación de hecho justifica elocuentemente de un modo inmediato y peligroso, la vieja concepción según la cual el alma era una realidad autónoma no sólo objetiva, sino también arbitraria. La suposición que la acompañaba de que esta entidad misteriosa e inquietante es, al mismo tiempo, la fuente de vida, es perfectamente comprensible desde un punto de vista psicológico, pues la experiencia demuestra que el yo, la conciencia, brotan de la vida inconsciente: el niño pequeño presenta una vida psíquica sin conciencia del yo apreciable, y por ello los primeros años de la vida apenas si dejan huellas en la memoria. ¿De dónde surgen todas las ideas buenas y saludables que nos vienen de improviso al espíritu? ¿De dónde surgen el entusiasmo, la inspiración y la sensación de la vida en su plenitud? El primitivo siente en las profundidades de su alma la fuente de la vida; se siente impresionado hasta las raíces de su ser por la actividad de su alma, generadora de vida; y, por ello, acepta con credulidad todo lo que actúa sobre el alma, los usos mágicos de todo género. Para el primitivo, el alma es, pues, la vida absoluta, que no imagina dominar sino de la que se siente dependiente en todas las relaciones.
La idea de la mortalidad del alma, por inaudita que nos parezca, no tiene nada de sorprendente para el empirismo primitivo. El alma es, sin duda, algo extraño; no está localizada en el espacio, mientras que todo lo que existe ocupa una cierta extensión. Suponemos con certidumbre que nuestros pensamientos se sitúan en la cabeza; pero si se trata de sentimientos ya nos mostramos indecisos, pues éstos parecen brotar más de la región del corazón. En cuanto a las sensaciones, están repartidas por el conjunto del cuerpo. Nuestra teoría pretende que la conciencia se asienta en la cabeza. Los indios pueblos, por su parte, me aseguraron que los americanos estaban locos al pensar que las ideas se hallaban en la cabeza, puesto que todo ser razonable piensa con el corazón. Ciertas tribus negras no localizan su psiquismo ni en la cabeza ni en el corazón, sino en el vientre.
A esta incertidumbre de la localización espacial se añade el aspecto inextenso de los estados psíquicos, aspecto inextenso que aumenta a medida que se alejan de la sensación. ¿Qué dimensiones, por ejemplo, se pueden atribuir a una idea? ¿Es pequeña, grande, larga, fina, pesada, líquida, recta, circular? Si buscásemos una representación viviente de una entidad con cuatro dimensiones y, no obstante, al margen del espacio, el mejor modelo sería sin duda el pensamiento..."

martes, 12 de abril de 2011

De la Naturaleza (Lucrecio 99 a.C. – 55 a.C.)

La estructura del átomo y el vacío

"Los cuerpos son, o elementos de las cosas, o combinaciones de estos elementos. Pero a los elementos de las cosas, ninguna fuerza puede extinguirlos, pues terminan venciendo ellos por su solidez. Aunque parece difícil creer que entre las cosas pueda encontrarse alguna de cuerpo enteramente compacto. Pues el rayo del cielo pasa a través de los muros de las casas, así como las voces y gritos; el hierro puesto al fuego se vuelve incandescente, y las rocas estallan por la furia del ardiente vapor; la rigidez del oro cede y se liquida en el crisol; el helado bronce se derrite, vencido por la llama; el calor se infiltra por la plata, así como el frío penetrante, ya que los sentimos uno y otro cuando, sosteniendo con las manos la copa, a la manera usual, vierten líquido en ella. Tan cierto es que no parece haber nada compacto en las cosas.
Mas puesto que la razón verdadera y la Naturaleza de las cosas nos fuerza a pensar de otro modo, atiende, que voy a explicarte en pocos versos la existencia de objetos dotados de cuerpo compacto y eterno; los cuales afirmo que son los gérmenes y elementos que constituyen esta suma de seres creados.
Primeramente, habiendo encontrado que estos dos principios, la materia y el espacio en que cada cosa se produce son de muy distinta naturaleza, necesario es que cada una exista por sí misma y sea en sí misma pura. Pues doquiera se extiende el espacio libre que llamamos vacío, no hay materia; y donde se mantiene la materia, no puede haber espacio hueco. Existen, pues, cuerpos primeros sólidos y exentos de vacío. Además, puesto que existe el vacío en los seres creados, preciso es que esté envuelto en materia compacta; y no puede razonablemente pensarse que cosa alguna oculte y encierre un hueco en el interior de su cuerpo, si no admites que es compacto lo que lo contiene. Pero esto no puede ser sino un conglomerado de materia, capaz de envolver el vacío que hay en las cosas. Así, la materia, que consta de un cuerpo enteramente sólido, puede ser eterna, mientras todo lo demás se descompone.
Por otra parte, si nada hubiera que fuera vacío, todo sería sólido; inversamente, si no existieran cuerpos concretos para llenar los espacios y ocuparlos, no habría en el mundo más que espacio libre y vacío. Está claro, por tanto, que materia y vacío alternan separados el uno del otro, ya que el universo no es ni lleno del todo ni tampoco vacío. Existen, pues, cuerpos determinados que pueden determinar el espacio con lo hueco y lo lleno.
Estos cuerpos, ni pueden ser deshechos por golpes venidos de fuera, ni penetrados o descompuestos desde dentro, ni pueden tambalearse al embate de cualquier otro accidente. Pues, sin vacío, no se ve cómo nada puede ser aplastado, ni roto, ni partido en dos por un corte, ni impregnarse de humedad, ni ser penetrado por el frío o el fuego que acaban con todo. Y cuantos más huecos encierra una cosa en su interior, más vulnerable es a los ataques de estas fuerzas. Luego, si sólidos y sin vacío son los cuerpos primeros, como he demostrado, necesario es que sean eternos.
Además, si la materia no fuera eterna, tiempo ha que el mundo se hubiera reducido a la nada, y de la nada hubiera vuelto a nacer cuanto vemos. Pero habiendo antes mostrado que de la nada nada puede crearse, ni volver a ella lo que ha sido engendrado, debe haber elementos de cuerpo inmortal, en los cuales puedan resolverse todas las cosas en su hora suprema, a fin de que haya materia bastante para la renovación de los seres. Los cuerpos primeros son, pues, sólidos y simples; de otro modo no hubieran podido, conservándose incólumes a través de los siglos, desde tiempo infinito, ir renovando las cosas.

Indivisibilidad de los átomos

En fin, si la Naturaleza no hubiera fijado un límite a la destrucción de las cosas, a tal extremo estarían ya reducidos los elementos materiales, por la acción destructora de los siglos pasados, que nada engendrado por ellos podría, en un tiempo fijo, alcanzar la plenitud de la vida. Vemos, en efecto, cómo cualquier cuerpo puede ser destruido más rápidamente que rehecho de nuevo; por tanto, lo que el infinito tiempo pasado, en la larga sucesión de sus días, hubiera destruido hasta ahora, disipándolo y disolviéndolo, jamás podría ser reparado en el tiempo restante. La verdad es, empero, que hay un límite inmutable fijado a la división de la materia, pues vemos que todas las cosas se regeneran y que a la vez a cada especie de seres le ha sido asignado un tiempo preciso para alcanzar la flor de la edad.

Los cuatro elementos

A esto se añade que, aunque sean absolutamente compactos los elementos de la materia, puede darse razón, sin embargo, de cómo se forman los cuerpos blandos, aire, agua, tierra, fuego, y qué fuerza produce cada uno, toda vez que el vacío se encuentra mezclado en las cosas. Mientras que, al contrario, si fueran blando los elementos primeros, no podría explicarse de dónde se crean las duras peñas y el hierro; pues la Naturaleza entera estaría privada de su fundamento inicial. Así los elementos son fuertes por su sólida simplicidad y, al combinarse entre sí más densamente, los cuerpos quedan más fuertemente trabados y ofrecen una resistencia mayor.
Por otra parte, si ningún término se hubiera fijado a la división de los cuerpos, debería admitirse que han sobrevivido hasta ahora, desde la eternidad, algunos elementos que aún no se han visto expuestos a peligro ninguno. Pero puesto que están formados de una sustancia frágil, es inexplicable que hayan podido subsistir durante un tiempo eterno, maltratados a través de los siglos por choques innumerables.
Puesto que, en fin, a cada especie de seres le ha sido fijado un término para crecer y mantenerse en la vida, y puesto que la Naturaleza ha sancionado con sus leyes lo que puede cada una y lo que no puede, y nada cambia, al contrario, todo permanece constante, hasta el punto de que las pintadas aves muestran en su cuerpo, de generación en generación, las manchas distintivas de su especie: necesario es, evidentemente, que su cuerpo esté hecho de materia inmutable. Pues si los elementos primeros pudieran cambiar, vencidos por una u otra causa, imposible sería saber lo que puede nacer y lo que no puede, las leyes, en fin que a cada cosa delimitan su poder y sus mojones profundamente hincados; y tampoco las generaciones podrían reproducir con tal constancia en cada especie la naturaleza, costumbres, vida y movimientos de sus padres."