domingo, 30 de enero de 2011

Las Metamorfosis (Ovidio -libro séptimo-)


(Continuación del post anterior)

"...Cuando sus voces y sus sacrificios fueron escuchados por estas dos divinidades, ordenó que el cuerpo del viejo Esón fuera llevado a los altares. Tan acabado se encontraba, que apenas si podía sostenerse; después de dormirle en profundo sueño, le tendió sobre las hierbas que tenía preparadas y mandó alejarse a Jasón y a todos los que la acompañaban, ante el temor de que por sus miradas profanas no hicieran efecto sus encantamientos. Una vez que todos se alejaron, Medea, con los cabellos sueltos, se puso a dar vueltas en torno de los altares como una bacante; manchó dos antorchas con la sangre que vertió en las fosas, las encendió y las puso en los altares, purificando en tres diferentes posturas al viejo Esón: con agua, con fuego y con azufre. Mientras duraban estas ceremonias, en un gran vaso hacía cocer las hierbas que tenían el encanto más poderoso. Esta composición estaba hecha de raíces cogidas en el valle de Tesalia, de granos, de flores y de plantas ácidas y corrosivas. Había mezclado piedras cogidas en el Extremo Oriente, arena de las orillas del mar, hierbas regadas con el rocío que la Luna extiende durante la noche, carne y las alas de una lechuza; las entrañas de uno de esos lobos que aparecen algunas veces transformados en figura humana, la piel delicada de una tortuga del río Cinifeo, el hígado de un ciervo, el pico y la cabeza de una corneja que había vivido ciento nueve años, e infinidad de drogas desconocidas. Mezclaba todas estas cosas con una rama seca de olivo, que se tornó al punto verde y cubierta de hojas y olivas. En cualquier parte donde este poderoso jugo caía tornábalo fresco y florecido.
Cuando Medea vio que el medicamento se encontraba en su punto, abrió la garganta de Esón, hizo salir de sus venas la sangre que tenía, colocando en su lugar el licor que acababa de preparar. Apenas el brebaje se insinuó por el cuerpo del viejo Esón, su barba y sus cabellos blancos comenzaron a ennegrecerse, las arrugas desaparecieron de su rostro, tomando al punto la apostura y varonil esfuerzo que poseía cuarenta años antes.
Baco, que presenciaba desde el Olimpo tal prodigio, queriendo procurar tal ventaja a las Ninfas que le habían criado, suplicó a Medea se las rejuveneciera..."

lunes, 24 de enero de 2011

Las Metamorfosis (Ovidio -libro séptimo-)

Tres noches faltaban para que la Luna se llenara. Llena al fin, y Medea, con el vestido suelto, dejando flotar sus cabellos y con pie desnudo, salió sola, con paso incierto, en medio de la noche misteriosa. Un profundo silencio reinaba sobre la Tierra; los hombres, los pájaros, las bestias salvajes, todo gustaba de la dulce tranquilidad del sueño. Ni de los árboles ni del viento se siente el más leve ruido. Hay una serenidad absoluta y los astros brillan en el cielo. Medea, con los brazos alzados, volviéndose tres veces sobre el mismo lado, rociando otras veces sus cabellos en el agua del río, y retiñendo tres veces el aire con sus gritos, se prosternó e hizo este ruego:
"¡Oh, Noche, fiel confidente de los más misteriosos secretos!, ¡astros, y Luna que con vuestra luz suplís la luz del día!; ¡y vos, oh triple Hécate, a quien yo confío todos mis proyectos y de quien yo siempre he recibido protección! ¡Encantos, artes mágicas, hierbas y plantas cuya virtud es tan poderosa; aire, vientos, montañas, ríos, lagos, dioses de los prados, dioses de la noche, venid todos en mi ayuda! Vosotros que forzando el curso de los ríos los contenéis haciéndolos volver a su cauce primitivo; vosotros que dais a mis encantamientos la virtud de calmar la mar agitada, de excitar las tempestades, de disipar las nubes y volverlas a juntar, de parar la violencia impetuosa de los vientos, de romper la garganta de las serpientes, de arrancar de raíz los árboles y las rocas, de conmover las montañas, de hacer temblar la tierra, obligando a salir de sus tumbas las almas que ellas encierran. Yo te obligo, poderosa Luna, a bajar del Cielo para soslayar que seas eclipsada. Hago palidecer la Aurora y el carro del Sol, de cuyo dios desciende mi alcurnia. A vosotros, encantamientos poderosos, os debo matar el fuego que vomitaban los toros monstruosos; a vosotros, que animados por vuestros consejos hicisteis perecer los unos con los otros los hombres que nacieron del seno de la Tierra. ¿Y a quién, sino a vos, debo el poder robar mi esposo de las garras del dragón, el preciado tesoro para llevarlo a la Grecia?
Hoy quiero, tengo la necesidad de hierbas que posean el poder de reanimar una vejez lánguida; espero que la tierra no me las niegue; no en vano brillan los astros con tanto esplendor y yo veo descender del cielo este carro arrastrado por los dragones."
En efecto, descendió, Medea se subió a él y, después de acariciar a los dragones y tomar las riendas, fue transportada a través del aire. Después de pasar por el valle de Tempe se paró en los lugares donde había hierbas propias para sus encantamientos. Detúvose en el monte Osa, sobre el Pelión, sobre el Otris, sobre el Pindo y sobre el Olimpo. Algunas las arrancó de raíz, de otras no cortó sino las hojas. De las riberas del Apídane y del Anfriso cogió gran cantidad. También encontró de estas parecidas hierbas en las riberas del Sperchio y del Bebis. Cogió las hierbas poderosas del Atedón, no muy conocido por la metamorfosis de Glauco. Después de haber empleado nueve noches en recorrer todos los lugares en donde se encontraban esta suerte de plantas, volvió a Yolcos. Los dragones, que durante todo ese tiempo no habían tenido otro alimento que el olor que exhalaban estas plantas, recobraron un nuevo vigor, despojándose de su vieja piel. Medea, a su regreso, no quiso entrar en el palacio de su marido, rehuyendo todo contacto, pero deteniéndose cerca de la puerta levantó dos altares de césped en un lugar descubierto: el de la derecha estaba consagrado a Hécate, y el de la izquierda a Hebe, diosa de la juventud. Ambos los rodeó de verbena y de hojas campestres. Cavó dos fosas en la tierra, mató una oveja negra y dejó caer su sangre en ellas. Después de haber pronunciado algunas palabras, para invocar a los dioses de la Tierra, y verter vino en una de esas fosas y leche caliente en la otra, dirigió sus ruegos a Plutón y a Proserpina para que retardasen la muerte del viejo Esón...
(Continurá en el próximo post...)

lunes, 17 de enero de 2011

Las Metamorfosis (Ovidio, 43 a. C.–17 d. C.)

Dafne, hija del río Peneo, fue quien primero acució el interés de Apolo. Esta pasión fue menos un efecto del azar que una venganza del Amor irritado contra él. Porque Apolo, presuntuoso de su éxito sobre la serpiente Pitón, viendo a Cupido con el apercibido carcaj, le amonestó: "Dime, joven afeminado: ¿qué pretendes hacer con esa arma más propia de mis manos que de las tuyas? Yo sé lanzar flechas certeras contra las bestias feroces y contra los feroces enemigos. Yo me he gozado mientras veía morir a la serpiente Pitón entre las angustias envenadas de muchas heridas. Conténtate con avivar con tus candelas un juego que yo conozco y no pretendas parangonar tus victorias con las mías." "Sírvete tú de tus flechas como mejor te plazca –respondió el Amor– y hiere a quienes te lo pida tu ánimo. Mas a mí me place herirte ahora. La gloria que a ti viene de las bestias vencidas me vendrá a mí de haberte rendido a ti, cazador invencible." Dichas estas razones, voló Cupido y se detuvo sobre el Parnaso; y disparó dos flechas; con una clavó el amor, y el desdén con la otra. Flecha de oro, la amorosa, aguda y sin remedio. Flecha plomiza, la desdeñosa, y roma. Aquélla atravesó el pecho de Apolo, y ésta el de la ninfa Dafne. Conoció el dios la pasión violenta y fue el amante de la hija de Peneo, la cual se refugió en el bosque pretendiendo, como Diana, dedicarse a la caza. Muchos la pretendieron; mas ella despreció a muchos por no cejar en sus silvestres gustos. Y decíale su padre: "Hija, yo desearía que te casaras. ¡Cuánto sueño con tener nietos!" Le sonrojaban tales deseos; el matrimonio le parecía un crimen; entre los brazos de su padre suplicaba por su virginidad, recordándole el don que a Diana concedió Júpiter. Peneo consintió, no sin decirle que su belleza y sus gracias eran los peores enemigos de su resolución. Apolo la vio; y verla fue enamorarse y sentir los apremios del deseo. Creyó con constancia conseguirla por fin. Vana espera. Fuego violento consumía el corazón varonil. Viendo los rubios cabellos de la ninfa caer sobre sus espaldas, se decía: "¿Cuál no sería su belleza si estuvieran peinados con arte?" Viendo sus ojos, rútilos como dos estrellas, su boca bermeja, sus dedos, sus manos y sus brazos desnudos, conmovíase. Y su amor se desbocaba imaginando otras bellezas ocultas. En vano la pretendió. Esquivábale ella con la ligereza del viento. "¡Espérame, hermosa mía! –clamaba Apolo–. ¡Espérame! ¡Que no soy ningún enemigo de funestas ideas! ¡Húyale el cordero al lobo, el ciervo al león y la paloma al águila, porque sus enemigos son; pero no me huyas, porque únicamente el más inmenso amor me impulsa! ¡Espérame, porque pudieras caer sobre las espinas del camino, siendo yo, sin querer, la causa! ¡Sigues el rumbo más disparatado!... ¡Si moderas la ligereza de tu huida, moderaré la ligereza de mi persecución!... ¡Piensa que no soy pastor que conduzca rebaños al son de un caramillo y procura entender el precio de tu conquista! ¡Si me conocieras... seguro estoy de que, si no esperarme, no me esquivarías con ese ahínco!... Delfos, Claros, Teneros y Petara me rinden los honores debidos. Hijo de Júpiter soy, y adivino el porvenir y soy sabio del pasado. Yo inventé la emoción de acordar el canto al son de la lira; mis flechas llegan a todas partes con golpes certeros. Mas, ¡ay!, que me parece más certero quien dio en mi blanco. Siendo el inventor de la medicina, el Universo me adora como a un dios bondadoso y benefactor. Conozco la virtud de todas las plantas..., pero ¿qué hierba existe que cure la locura de amor? Se conoce que mis méritos, útiles para todos los mortales, únicamente para mí no tienen poder ni prodigio."
Mientras hablaba así logró Apolo acortar la distancia que les separaba; pero Dafne de nuevo huyó ligera... con hermosura acrecentada. Sus vestidos volados y semicaídos... Sus cabellos dorados y flotantes... Divina, sí. Debió pensar Apolo que más le valían que las melodiosas palabras, en aquella ocasión, los pies ligeros... y arreció en su carrera. Y fue aquello... como una liebre perseguida por un galgo en campo raso, espectacular y definitivo. ¿La alcanza? ¿No la alcanza?... Ya los varoniles dedos rozan las prendas femeninas... ¡Y cómo palpita el corazón entonces!...
Llegó Dafne a las riberas del Peneo, su padre, y le dijo así, desconsolada: "¡Padre mío! Si es verdad que tus aguas tienen el privilegio de la divinidad, ven en mi auxilio..., o tú, tierra, ¡trágame!... porque ya veo cuán funesta es mi hermosura..."
Apenas terminó su ruego, fue acometida por un espasmo. Su cuerpo se cubre de corteza. Sus pies, hechos raíces, se ahondan en el suelo. Sus brazos y sus cabellos son ramas cubiertas de hojarasca. Y, sin embargo, ¡qué bello aquel árbol! A él se abraza Apolo y casi lo siente palpitar. Las movidas ramas, rozándole, pueden ser caricias. "Pues que ya –sollozó– no puedes ser mi mujer, serás mi árbol predilecto, laurel, honra de las victorias. Mis cabellos y mi lira no podrán tener ornamento más divino. ¡Hojas de laurel! Los capitanes romanos triunfantes, subidos a Capitolio, ostentarán coronas arrancadas de ti. Tú cubrirás los pórticos en el palacio de los emperadores; y así como mis cabellos permanecen sin encanecer nunca, así tus hojas jamás dejarán de aparecer verdes."
Cuando Apolo terminó de hablar, el laurel pareció descender sobre su cabeza, como aceptando los ofrecimientos que le acababa de hacer.


domingo, 9 de enero de 2011

Tristán e Isolda (Joseph Bédier 1864-1934)

Nota preliminar
Poema de heroísmo y amor, Tristán e Isolda no ha cesado de hallar cálida acogida entre el público lector de todos los tiempos. La leyenda del filtro mágico, símbolo de la fuerza irresistible del amor, ante la cual ceden los prejuicios más arraigados y debe inclinarse el hombre, satisface en el espíritu del lector ese anhelo de entrega, de pasión, que, aun en los tiempos más frívolos, se cobija en el alma de los seres humanos acaso, precisamente, porque encarna la nostalgia de un sentimiento superior e inmortal, tantas veces relegado a la categoría de mero pasatiempo o de instinto bestial.
Pero no es este sólo su atractivo: a través del relato de los apasionados amores de la rubia Isolda con el noble Tristán, es todo un mundo el que resurge ante el lector extasiado: un mundo de caballerosidad, de hazañas valerosas y esforzadas, de galanura cortesana, en el que Bédier supo conjugar admirablemente poesía, magia y realismo.

Tristán e Isolda

"Cuando se acercó el tiempo de entregar a Isolda a los caballeros de Cornualles, su madre cogió unas hierbas, flores y raíces, las mezcló con vino, y coció una pócima o brebaje poderoso. Habiéndolo preparado con ciencia y magia, lo guardó en un frasco y dijo secretamente a Brangien:
—Hija, tú debes seguir a Isolda al país del rey Marcos, y tú la amas con amor  fiel. Toma, pues, este frasco de vino y recuerda mis palabras. Ocúltalo de modo que ningún ojo lo vea ni ningún labio se acerque a él. Pero cuando llegue la noche nupcial y el momento en que se deja solos a los esposos, vertirás este vino de hierbas en una copa y la ofrecerás, para que la apuren juntos, al rey Marcos y a la reina Isolda. Cuida mucho hija mía de que sólo ellos puedan probar este brebaje. Porque tal es su virtud: quienes bebieran juntos de él se amarán con todos sus sentidos y con todo su pensamiento para siempre, en la vida y en la muerte.
Brangien prometió a la reina que obraría según su voluntad.
La nave, cortando las olas profundas, se llevaba a Isolda. Pero cuanto más se alejaba ella de la tierra de Irlanda, más tristemente la doncella se lamentaba. Sentada bajo la tienda donde se había encerrado con Bragien, su sirvienta, lloraba al recordar su país. ¿A dónde la llevaban aquellos extranjeros? ¿Hacia quién? ¿Hacia qué destino? Cuando Tristán se acercaba a ella y quería apaciguarla con dulces palabras, la doncella se irritaba, le rechazaba, y el odio henchía su corazón. Él, el raptor, el asesino de Morolt, había ido a arrancarla con astucia a su madre y a su país; no se había dignado quedársela para sí, y he aquí que se la llevaba como botín, sobre las olas, hacia tierra enemiga (...)
Sólo Isolda se había quedado a bordo, y una pequeña sirvienta. Tristán se acercó a la reina e intentaba calmar su corazón. Como sea que el sol ardía y tenían sed, pidieron una bebida. La niña buscó algo que beber, hasta que descubrió el frasco que la madre de Isolda había confiado a Brangien. "¡He encontrado vino!", les gritó la niña. No, no era vino: era la pasión, eran la áspera alegría y la angustia sin fin, y la muerte..."