sábado, 14 de mayo de 2011

Apología de Sócrates (Platón 428 a. C. – 347 a. C.)


Habiendo sido condenado a muerte, Sócrates dirige a sus jueces la siguiente alocución:
(Extraordinario alegato. Que lo disfrutéis, amigas/os.)

"...Si las sensaciones desaparecen, si la muerte es uno de esos sueños en que todo se borra hasta los ensueños ¡qué maravillosa suerte debe ser morir! Pues no hay duda que cualquiera que piense en una de esas noches en las que el sueño es tan profundo que nada se siente, en que ni siquiera nos turban los ensueños, y la compara con otras noches y días de su vida y en seguida reflexione acerca de cuántos de estos días y cuántas de aquellas otras noches han sido mejor que ésta, creo que todo hombre no ya los simples mortales, sino hasta el más poderoso de los reyes, encontrará pocas que puedan aventajarla. Por consiguiente, si la muerte es un sueño de esta naturaleza la estimo como infinitamente beneficiosa ya que gracias a ella todo para nosotros, pasado y porvenir, será como una de estas noches únicas.
Por otra parte si la muerte es, en efecto, el tránsito de este lugar a otro, si es cierto que allí, como dicen, se reúnen todos los que murieron, ¿podríamos imaginar algo mejor? Decídmelo, jueces. Si en verdad al llegar al Haides quedamos libres de quienes aquí pasan por jueces, encontrándonos en cambio con los verdaderos, con los que según se asegura, hacen allí justicia: Minos, Radamantos, Aiakos, Triptolemos y demás semidioses que en vida fueron justos, ¿no os parece que el viaje bien vale la pena? Pues ¿y si se tiene la dicha de entablar relaciones con Orfeus, Museo, Hesíodos y Homeros? ¿Qué no daríamos con que tal aconteciese? ¡Ah!, creedme que de ocurrir esto yo quisiera morir, no una, sino cien veces. ¡Qué maravilloso entretenimiento, para mí al menos, el conversar allí con Palamedes, con Aiax el hijo de Telamón, o con cualquier otro héroe de los tiempos pasados que haya muerto a causa de una sentencia injusta! ¡Qué dulzura para mí el comparar mi suerte con la suya! Pero lo que me sería más grato que toda otra cosa sería el examinar a todos ellos a mi placer, el interrogarles como aquí hacía, para descubrir quiénes de entre ellos son sabios verdaderamente y quiénes creen serlo no siéndolo. ¿Qué no valdría la pena de dar, jueces, por poder examinar de este modo al hombre que dirigió contra Troya aquel fabuloso ejército, o bien a Ulises, Sísifos o a tantos otros hombres y mujeres como se podrían nombrar? Conversar con ellos, vivir en su compañía, examinarlos, averiguar cómo son. ¡Oh, dicha incomparable! Tanto más cuanto que, aún poniendo lo peor, no hay miedo de ser también allí condenado a muerte por ellos, pues una de las ventajas de quienes moran en aquellas regiones sobre nosotros es la de ser inmortales, si lo que se dice de ellos es verdad.
Esta confianza que me inspira la muerte, jueces, debéis de sentirla como yo la siento si tenéis en cuenta la siguiente verdad: que no hay mal posible para el hombre de bien ni en esta vida ni fuera de ella, pues los dioses se interesan por su suerte. En lo que a la mía respecta, nada fío a la casualidad; al contrario, tengo por evidente que lo mejor para mí es morir ahora y librarme de este modo de toda pena. Por esto mi guía interior no me ha detenido y por ello también me sucede que no sienta el menor rencor contra quienes me han acusado y contra quienes me han condenado. Claro que, como acusándome y condenándome pensaban perjudicarme, en esto y sólo en esto son censurables.
No obstante, y a pesar de ello, tan sólo una cosa les pido: cuando mis hijos sean ya hombres, atenienses, castigadles atormentándoles como yo os atormentaba a vosotros en cuanto creáis advertir que se preocupan del dinero o de cualquier cosa que no sea la virtud. Y si se atribuyen méritos que no tienen, morigeradlos como yo os morigeraba a vosotros; reprochadles por desdeñar lo esencial y atribuirse aquello que no les corresponde. Si de tal modo obráis, seréis justos no sólo con mis hijos, sino conmigo.
Mas llegada es la hora de marcharnos; yo, a morir; vosotros, a continuar vuestra vida. De vuestra suerte y la mía, ¿cuál es la mejor? Nadie, a no ser la divinidad, lo sabe."

miércoles, 4 de mayo de 2011

Mente y materia (Cecil J. Schneer)

Mente y Materia: "Este libro nos narra la epopeya de la mente del hombre para conocer qué es la materia que le rodea y qué forma el propio cuerpo humano".
Dada la extensión de la obra y la complejidad de la simbología química que en ella se aborda, me sería imposible publicar en detalle el contenido, aun cuando de párrafos sueltos se tratara. Es por lo mismo que os recomiendo encarecidamente su lectura.


Desde la palabra y el fuego a la edad del hierro y de las letras

"Por química entendemos la ciencia de la materia y de sus reacciones de combinación y descomposición. Las diferencias entre la química y otras ciencias, tales como la biología, son a menudo arbitrarias; sobre todo, si tenemos en cuenta que los seres vivos son complejos fisioquímicos, cuyo proceso vital supone una serie de reacciones de combinación y descomposición de la materia regidas por las leyes de la física. Evidentemente, juegan también un papel importante en la evolución de la química otros fenómenos que se encuentran enteramente fuera del campo de las ciencias, o la menos de las ciencias físicas. Me refiero a lo fenómenos históricos.
(...)

Teorías sobre la materia

Pitágoras de Crotona se ocupó menos de la sustancia subyacente que de la lógica de la diferenciación. Como ya antes los jonios, Pitágoras mantenía la existencia de una sustancia primera y fundamental, cuyos atributos eran la materia y el espacio. "El primer principio de todo es el Uno... que es la causa." Para explicar su distinción de la materia, como la llamamos nosotros, Pitágoras afirmaba que existe la "forma" (es decir, el número y la forma geométrica) y la "materia del Uno". De los números, se pasa a las formas geométricas y, a través de éstas, los cuerpos llegan a nuestros sentidos. "Los cuatro elementos, el fuego, la tierra, el aire y el agua, son los elementos de los cuerpos sensibles. Ellos son los que transforman un cuerpo en otro, y los que componen el cosmos. El cosmos es animado, inteligente, esférico. Dentro de él, está el centro de la Tierra, que también es esférico..." Del mismo modo que un círculo, un triángulo y un cuadrado difieren entre sí solamente por su forma y no por la materia de que han sido hechos, así también –al pensar de Pitágoras– las diversas materias difieren entre sí solamente en su forma; y la esencia de los seres materiales radica en su forma geométrica.
Estamos de acuerdo con Pitágoras en que el vapor que bulle en una caldera y el trozo de hielo que se extiende estático en el suelo están formados por una sola y misma sustancia: pero no el agua, que es un ser distinto, sino el compuesto de hidrógeno-oxígeno. Entonces, ¿por qué las propiedades de ambos son tan diferentes? Pitágoras responderá que la diferencia consiste en que la forma geométrica de cada uno es diferente. Los investigadores modernos que han estudiado las propiedades del hielo y del vapor nos darán una respuesta esencialmente pitagórica: la diferencia radica en el ordenamiento y distribución de la materia prima. En el hielo, las moléculas se agrupan en perfecta alineación, como los ladrillos de una pared. En el vapor, en cambio, las moléculas se encuentran separadas y en movimiento violento y desordenado.
Pitágoras considera al mundo como una armonía, dentro de la cual hay una diferenciación puramente numérica. (...) La esencia de las diferencia cualitativas de los seres es matemática. Cuando nos demos cuenta de la importancia de esto, llegaremos a la conclusión de que los modernos científicos están más cerca de Pitágoras de lo que nos imaginamos. Pitágoras piensa que la esencia de la diversidad de la naturaleza consiste en la forma matemática. La esencia de las cosas es, por tanto, totalmente inteligible; no mágica, ni misteriosa (quizá divina, pero en el sentido de ideal).
(...)

Corpora ad lectorem (Un saludo al lector)

"Una vez los filósofos se vieron obligados a buscar, en nuestro nombre, ese dulce fruto huidizo, tan delicioso, que alimenta nuestra inteligencia." (Leonardo, en el Codex M.)

Fra Luca Pacioli, después de convencer a Leonardo, esa "inefable mano izquierda", para que ilustrase su manuscrito De Divina Proportione, escribió en la página final esta frase, que compendia todo lo dicho anteriormente. Esto sucedía en 1498. Al año siguiente, Milán era invadida por los franceses. El artista y el matemático salieron juntos de Florencia. Había ya terminado el breve periodo de florecimiento de la corte de Milán. A pesar de que sus trabajos habían sido arduos, estaban suficientemente recompensados porque llegaron a saborear aquel dulce, huidizo fruto, del que habla Fra Luca. Habían construido un mundo que se salía del marco del número y la proporción, y del poliedro perfecto de Platón. Era algo proporcionado, razonable y perfecto, por eso el arte y la ciencia consistían en imitar a la naturaleza. Los críticos posteriores como Duhem pudieron poner barreras al uso de los arquetipos que consideraban muletas para "las oscuras mentes inglesas", pero una generación que ha visto la síntesis de las proteínas, que se ha propuesto con toda serenidad desenredar la madeja de las leyes genéticas, es lo suficiente curiosa como para no asustarse por las leyes de caballería que los puritanos impusieron a la ciencia.
Para ellos existen los puritanos, y entre éstos se puede incluir a los físicos teóricos, cuyo interés reside en buscar el lado estético de la ciencia. Son los hombres que necesitan un lavado de las matemáticas para que resulten elegantes.
(...)
Lavoisier, Duhem, o el Newton de los Principia, entendían el mundo como un sistema único, lógico, deductivo. La ciencia es un gran contexto, el código de la ciencia es tan rígido como el de los samurai. En cambio, el químico que ha sido atrapado por la fascinación de las nuevas síntesis, o el critalógrafo que busca las bases de su teoría en la realidad del anillo bencénico, piensan que la naturaleza es una ramera cuyos secretos están retorcidos por su falta de escrúpulos. Donde falla la razón, la computadora puede encontrar soluciones.
(...)
La verdad de la naturaleza y de la materia es la misma para nosotros que para Tales de Mileto. La química, como los antiguos griegos jónicos, se pregunta: "¿Qué son los seres creados?" Las respuestas de los griegos jónicos eran simples y directas; tenían todo el encanto de la infancia de la humanidad. Esa vasta construcción intelectual que es la ciencia de la materia, ha hecho crecer en nuestros días la importancia de aquellas primeras respuestas.
Ya no poseemos la inocencia de aquellos hombres antiguos que se reunían en el ágora para discutir de filosofía. Hemos perdido su inocencia moral con nuestras bombas, nuestros gases lacrimógenos y nuestras guerras bacteriológicas (...) Pero hemos progresado mucho en el logro del poder que permita poner fin a las guerras, el hambre, la peste y la pobreza. Hemos progresado intelectualmente porque ya no hay nadie que se quede satisfecho con historias propias de niños. La condición del hombre es la siguiente: siempre se produce un estado de tensión frente a lo desconocido. La verdadera ciencia no es motivo de vanidad ni de engreimiento, ni produce ambición, aunque como esto forma parte de la naturaleza se encontrará también en ella. Existe en nosotros un estado de tensión que nos impele hacia adelante. Nos agrada la exactitud de la ley periódica o la interacción de las hélices de DNA. Sabemos muy bien que se trata de recursos expresamente fabricados para poder explicar, ya sea por medio de la teoría cuántica, con sus formas y números, ya sea por medio de expresiones todavía no concebidas, todas las cosas, y con ello no hacemos más que mostrar toda la complejidad, toda la armonía del pensamiento de una sociedad madura y cultivada. Estas son las obras mejores de que es capaz el hombre. Aunque también podemos, como los contemporáneos de Tucídides, destruirnos a nosotros mismos en una persecución alocada de la riqueza y dejarnos llevar por el impulso que nos arrastra al dominio del hombre por el hombre. Podemos, sin embargo, adoptar una actitud mucho más hermosa: el hombre puede establecer la meta más elevada de su mente en el conocimiento de la complicada ciencia de la materia. El propósito de esta empresa puede, realmente, como dijo Hooke en una ocasión, iluminar los trabajos de las manos del hombre y dulcificar el curso de nuestro destino en el Edén, pero también –puesto que la naturaleza del hombre está orientada hacia el goce puro de la inteligencia– puede llevarnos, en este mundo en el que hemos nacido, a lograr la plenitud de la mente que se nos dio".

jueves, 21 de abril de 2011

Los complejos y el inconsciente (Carl G. Jung 1875 — 1961)

"Según la vieja concepción, el alma representaba la vida del cuerpo por excelencia, el soplo de vida, una especie de fuerza vital que, durante la gestación, el nacimiento o la procreación, penetraba el orden físico, espacial, y abandonaba de nuevo el cuerpo moribundo con su último suspiro. El alma en sí, entidad que no participaba del espacio pues era anterior y posterior a la realidad corporal, se encontraba situada al margen en duración y gozaba prácticamente de la inmortalidad.
Evidentemente, esta concepción, vista desde el ángulo de la psicología científica moderna, es una pura ilusión. Como no pretendemos hacer aquí "metafísica", ni moderna ni antigua, busquemos sin prejuicios lo que hay de empíricamente justificado en esta concepción pasada de moda.
Los nombres que el hombre da a sus experiencias son a menudo muy reveladores. ¿De dónde proviene la palabra Seele (alma)? El alemán Seele (alma) y el inglés soul son en gótico Saiwala, en germánico primitivo saiwalô, emparentado con el griego aiolos, que significa movedizo, abigarrado, tornasolado. La palabra psyché significa también, como es sabido, mariposa. Por otra parte, saiwalô, es un compuesto del viejo eslavo sila = fuerza. Estas realaciones aclaran la significación original de la palabra Seele (alma): el alma es una fuerza motriz, una fuerza vital.
Los nombres latinos animus = espíritu y ánima = alma, son lo mismo que el griego anemos = viento. La otra palabra griega que designa al viento, pneuma, significa también, como se sabe, espíritu. En gótico, encontraremos el mismo término en la forma de us-anan = ausatmen = expirar, y en latín, an-helare = respirar dificultosamente. En el viejo alto alemán spiritus sanctus se expresa con atum, Atem = aliento. En árabe, rih = viento, ruh = alma, espíritu. El griego psyché tiene un parentesco análogo con psycho = soplar, psychos = fresco, psychros = frío y physa = fuelle. Estas relaciones muestran claramente que en latín, en griego y en árabe el nombre dado al alma evoca la representación de viento agitado, de "soplo helado de los espíritus".
Paralelamente, los primitivos tienen una visión del alma que le atribuye un cuerpo formado de soplos invisibles.
Fácilmente se comprende que la respiración, que es un signo de vida, sirve para designarla con el mismo derecho que el movimiento o la fuerza creadora de movimiento. Otra concepción primitiva ve al alma como un fuego o una llama, siendo el calor también una característica de la vida. Otra representación curiosa, pero frecuente, identifica el alma y el nombre. El nombre de un individuo sería, según esto, su alma, y de aquí la costumbre de reencarnar en los recién nacidos el alma de los antepasados dándoles los nombres de éstos. Esta concepción equivale a identificar la parte con el todo, el yo consciente con el alma que expresa; frecuentemente, el alma es confundida también con las profundidades oscuras, con la sombra del individuo; de aquí que pisar la sombra de alguien sea una ofensa mortal. Esta es la razón de que el mediodía (la hora de los espíritus en el hemisferio sur) sea la hora peligrosa: la disminución de la sombra equivale a una amenaza contra la vida. La sombra expresa lo que los griegos llamaban el synopados, ese algo que nos sigue detrás, esa sensación imperceptible y vivaz de una presencia: también se ha llamado sombra al alma de los desaparecidos.
Estas alusiones bastan para demostrar de qué manera la intuición original elaboró la experiencia del alma. Lo psíquico aparecía como una fuente de vida, un primum movens, como una presencia sobrenatural pero objetiva. Esto explica que el primitivo pudiera conversar con su alma; ésta tiene una voz, que no es exactamente idéntica a él mismo ni a su conciencia. Lo psíquico, para la experiencia originaria, no es, como para nosotros, la quintaesencia de lo subjetivo y de lo arbitrario; es algo objetivo, algo que brota de forma espontánea y que tiene en sí mismo su razón de ser.
Esta concepción, desde un punto de vista empírico, está perfectamente justificada; no sólo al nivel primitivo, sino también en el hombre civilizado, lo psíquico resulta ser algo objetivo, sustraído en gran medida a la arbitrariedad de la conciencia: así, somos incapaces, por ejemplo, de reprimir la mayoría de nuestras emociones, de transformar en buen humor un humor detestable, de provocar o impedir sueños. Hasta el hombre más inteligente del mundo puede ser presa en ciertas ocasiones, de ideas de las que no logra desembarazarse, a despecho de los mayores esfuerzos de voluntad. Nuestra memoria da los saltos más increíbles sin que podamos intervenir más que con nuestra admiración pasiva; nos pasan por la cabeza fantasías que ni hemos buscado ni esperamos. Es cierto que nos halaga ser los dueños de nuestra propia casa. En realidad, dependemos, en proporciones angustiosas, de un funcionamiento preciso de nuestro psiquismo inconsciente, de sus sobresaltos y de sus fallos ocasionales. Además, después de estudiar la psicología de los neuróticos, resulta ridículo que haya todavía psicólogos que pongan a la conciencia y a la psique en el mismo plano. Por otra parte, la psicología de los neuróticos, no se diferencia, como es sabido, de la de los individuos considerados normales más que por rasgos insignificantes. Además, ¿quién, en nuestros tiempos, tiene la perfecta seguridad de no ser un neurótico?
Esta situación de hecho justifica elocuentemente de un modo inmediato y peligroso, la vieja concepción según la cual el alma era una realidad autónoma no sólo objetiva, sino también arbitraria. La suposición que la acompañaba de que esta entidad misteriosa e inquietante es, al mismo tiempo, la fuente de vida, es perfectamente comprensible desde un punto de vista psicológico, pues la experiencia demuestra que el yo, la conciencia, brotan de la vida inconsciente: el niño pequeño presenta una vida psíquica sin conciencia del yo apreciable, y por ello los primeros años de la vida apenas si dejan huellas en la memoria. ¿De dónde surgen todas las ideas buenas y saludables que nos vienen de improviso al espíritu? ¿De dónde surgen el entusiasmo, la inspiración y la sensación de la vida en su plenitud? El primitivo siente en las profundidades de su alma la fuente de la vida; se siente impresionado hasta las raíces de su ser por la actividad de su alma, generadora de vida; y, por ello, acepta con credulidad todo lo que actúa sobre el alma, los usos mágicos de todo género. Para el primitivo, el alma es, pues, la vida absoluta, que no imagina dominar sino de la que se siente dependiente en todas las relaciones.
La idea de la mortalidad del alma, por inaudita que nos parezca, no tiene nada de sorprendente para el empirismo primitivo. El alma es, sin duda, algo extraño; no está localizada en el espacio, mientras que todo lo que existe ocupa una cierta extensión. Suponemos con certidumbre que nuestros pensamientos se sitúan en la cabeza; pero si se trata de sentimientos ya nos mostramos indecisos, pues éstos parecen brotar más de la región del corazón. En cuanto a las sensaciones, están repartidas por el conjunto del cuerpo. Nuestra teoría pretende que la conciencia se asienta en la cabeza. Los indios pueblos, por su parte, me aseguraron que los americanos estaban locos al pensar que las ideas se hallaban en la cabeza, puesto que todo ser razonable piensa con el corazón. Ciertas tribus negras no localizan su psiquismo ni en la cabeza ni en el corazón, sino en el vientre.
A esta incertidumbre de la localización espacial se añade el aspecto inextenso de los estados psíquicos, aspecto inextenso que aumenta a medida que se alejan de la sensación. ¿Qué dimensiones, por ejemplo, se pueden atribuir a una idea? ¿Es pequeña, grande, larga, fina, pesada, líquida, recta, circular? Si buscásemos una representación viviente de una entidad con cuatro dimensiones y, no obstante, al margen del espacio, el mejor modelo sería sin duda el pensamiento..."

martes, 12 de abril de 2011

De la Naturaleza (Lucrecio 99 a.C. – 55 a.C.)

La estructura del átomo y el vacío

"Los cuerpos son, o elementos de las cosas, o combinaciones de estos elementos. Pero a los elementos de las cosas, ninguna fuerza puede extinguirlos, pues terminan venciendo ellos por su solidez. Aunque parece difícil creer que entre las cosas pueda encontrarse alguna de cuerpo enteramente compacto. Pues el rayo del cielo pasa a través de los muros de las casas, así como las voces y gritos; el hierro puesto al fuego se vuelve incandescente, y las rocas estallan por la furia del ardiente vapor; la rigidez del oro cede y se liquida en el crisol; el helado bronce se derrite, vencido por la llama; el calor se infiltra por la plata, así como el frío penetrante, ya que los sentimos uno y otro cuando, sosteniendo con las manos la copa, a la manera usual, vierten líquido en ella. Tan cierto es que no parece haber nada compacto en las cosas.
Mas puesto que la razón verdadera y la Naturaleza de las cosas nos fuerza a pensar de otro modo, atiende, que voy a explicarte en pocos versos la existencia de objetos dotados de cuerpo compacto y eterno; los cuales afirmo que son los gérmenes y elementos que constituyen esta suma de seres creados.
Primeramente, habiendo encontrado que estos dos principios, la materia y el espacio en que cada cosa se produce son de muy distinta naturaleza, necesario es que cada una exista por sí misma y sea en sí misma pura. Pues doquiera se extiende el espacio libre que llamamos vacío, no hay materia; y donde se mantiene la materia, no puede haber espacio hueco. Existen, pues, cuerpos primeros sólidos y exentos de vacío. Además, puesto que existe el vacío en los seres creados, preciso es que esté envuelto en materia compacta; y no puede razonablemente pensarse que cosa alguna oculte y encierre un hueco en el interior de su cuerpo, si no admites que es compacto lo que lo contiene. Pero esto no puede ser sino un conglomerado de materia, capaz de envolver el vacío que hay en las cosas. Así, la materia, que consta de un cuerpo enteramente sólido, puede ser eterna, mientras todo lo demás se descompone.
Por otra parte, si nada hubiera que fuera vacío, todo sería sólido; inversamente, si no existieran cuerpos concretos para llenar los espacios y ocuparlos, no habría en el mundo más que espacio libre y vacío. Está claro, por tanto, que materia y vacío alternan separados el uno del otro, ya que el universo no es ni lleno del todo ni tampoco vacío. Existen, pues, cuerpos determinados que pueden determinar el espacio con lo hueco y lo lleno.
Estos cuerpos, ni pueden ser deshechos por golpes venidos de fuera, ni penetrados o descompuestos desde dentro, ni pueden tambalearse al embate de cualquier otro accidente. Pues, sin vacío, no se ve cómo nada puede ser aplastado, ni roto, ni partido en dos por un corte, ni impregnarse de humedad, ni ser penetrado por el frío o el fuego que acaban con todo. Y cuantos más huecos encierra una cosa en su interior, más vulnerable es a los ataques de estas fuerzas. Luego, si sólidos y sin vacío son los cuerpos primeros, como he demostrado, necesario es que sean eternos.
Además, si la materia no fuera eterna, tiempo ha que el mundo se hubiera reducido a la nada, y de la nada hubiera vuelto a nacer cuanto vemos. Pero habiendo antes mostrado que de la nada nada puede crearse, ni volver a ella lo que ha sido engendrado, debe haber elementos de cuerpo inmortal, en los cuales puedan resolverse todas las cosas en su hora suprema, a fin de que haya materia bastante para la renovación de los seres. Los cuerpos primeros son, pues, sólidos y simples; de otro modo no hubieran podido, conservándose incólumes a través de los siglos, desde tiempo infinito, ir renovando las cosas.

Indivisibilidad de los átomos

En fin, si la Naturaleza no hubiera fijado un límite a la destrucción de las cosas, a tal extremo estarían ya reducidos los elementos materiales, por la acción destructora de los siglos pasados, que nada engendrado por ellos podría, en un tiempo fijo, alcanzar la plenitud de la vida. Vemos, en efecto, cómo cualquier cuerpo puede ser destruido más rápidamente que rehecho de nuevo; por tanto, lo que el infinito tiempo pasado, en la larga sucesión de sus días, hubiera destruido hasta ahora, disipándolo y disolviéndolo, jamás podría ser reparado en el tiempo restante. La verdad es, empero, que hay un límite inmutable fijado a la división de la materia, pues vemos que todas las cosas se regeneran y que a la vez a cada especie de seres le ha sido asignado un tiempo preciso para alcanzar la flor de la edad.

Los cuatro elementos

A esto se añade que, aunque sean absolutamente compactos los elementos de la materia, puede darse razón, sin embargo, de cómo se forman los cuerpos blandos, aire, agua, tierra, fuego, y qué fuerza produce cada uno, toda vez que el vacío se encuentra mezclado en las cosas. Mientras que, al contrario, si fueran blando los elementos primeros, no podría explicarse de dónde se crean las duras peñas y el hierro; pues la Naturaleza entera estaría privada de su fundamento inicial. Así los elementos son fuertes por su sólida simplicidad y, al combinarse entre sí más densamente, los cuerpos quedan más fuertemente trabados y ofrecen una resistencia mayor.
Por otra parte, si ningún término se hubiera fijado a la división de los cuerpos, debería admitirse que han sobrevivido hasta ahora, desde la eternidad, algunos elementos que aún no se han visto expuestos a peligro ninguno. Pero puesto que están formados de una sustancia frágil, es inexplicable que hayan podido subsistir durante un tiempo eterno, maltratados a través de los siglos por choques innumerables.
Puesto que, en fin, a cada especie de seres le ha sido fijado un término para crecer y mantenerse en la vida, y puesto que la Naturaleza ha sancionado con sus leyes lo que puede cada una y lo que no puede, y nada cambia, al contrario, todo permanece constante, hasta el punto de que las pintadas aves muestran en su cuerpo, de generación en generación, las manchas distintivas de su especie: necesario es, evidentemente, que su cuerpo esté hecho de materia inmutable. Pues si los elementos primeros pudieran cambiar, vencidos por una u otra causa, imposible sería saber lo que puede nacer y lo que no puede, las leyes, en fin que a cada cosa delimitan su poder y sus mojones profundamente hincados; y tampoco las generaciones podrían reproducir con tal constancia en cada especie la naturaleza, costumbres, vida y movimientos de sus padres."