sábado, 14 de mayo de 2011

Apología de Sócrates (Platón 428 a. C. – 347 a. C.)


Habiendo sido condenado a muerte, Sócrates dirige a sus jueces la siguiente alocución:
(Extraordinario alegato. Que lo disfrutéis, amigas/os.)

"...Si las sensaciones desaparecen, si la muerte es uno de esos sueños en que todo se borra hasta los ensueños ¡qué maravillosa suerte debe ser morir! Pues no hay duda que cualquiera que piense en una de esas noches en las que el sueño es tan profundo que nada se siente, en que ni siquiera nos turban los ensueños, y la compara con otras noches y días de su vida y en seguida reflexione acerca de cuántos de estos días y cuántas de aquellas otras noches han sido mejor que ésta, creo que todo hombre no ya los simples mortales, sino hasta el más poderoso de los reyes, encontrará pocas que puedan aventajarla. Por consiguiente, si la muerte es un sueño de esta naturaleza la estimo como infinitamente beneficiosa ya que gracias a ella todo para nosotros, pasado y porvenir, será como una de estas noches únicas.
Por otra parte si la muerte es, en efecto, el tránsito de este lugar a otro, si es cierto que allí, como dicen, se reúnen todos los que murieron, ¿podríamos imaginar algo mejor? Decídmelo, jueces. Si en verdad al llegar al Haides quedamos libres de quienes aquí pasan por jueces, encontrándonos en cambio con los verdaderos, con los que según se asegura, hacen allí justicia: Minos, Radamantos, Aiakos, Triptolemos y demás semidioses que en vida fueron justos, ¿no os parece que el viaje bien vale la pena? Pues ¿y si se tiene la dicha de entablar relaciones con Orfeus, Museo, Hesíodos y Homeros? ¿Qué no daríamos con que tal aconteciese? ¡Ah!, creedme que de ocurrir esto yo quisiera morir, no una, sino cien veces. ¡Qué maravilloso entretenimiento, para mí al menos, el conversar allí con Palamedes, con Aiax el hijo de Telamón, o con cualquier otro héroe de los tiempos pasados que haya muerto a causa de una sentencia injusta! ¡Qué dulzura para mí el comparar mi suerte con la suya! Pero lo que me sería más grato que toda otra cosa sería el examinar a todos ellos a mi placer, el interrogarles como aquí hacía, para descubrir quiénes de entre ellos son sabios verdaderamente y quiénes creen serlo no siéndolo. ¿Qué no valdría la pena de dar, jueces, por poder examinar de este modo al hombre que dirigió contra Troya aquel fabuloso ejército, o bien a Ulises, Sísifos o a tantos otros hombres y mujeres como se podrían nombrar? Conversar con ellos, vivir en su compañía, examinarlos, averiguar cómo son. ¡Oh, dicha incomparable! Tanto más cuanto que, aún poniendo lo peor, no hay miedo de ser también allí condenado a muerte por ellos, pues una de las ventajas de quienes moran en aquellas regiones sobre nosotros es la de ser inmortales, si lo que se dice de ellos es verdad.
Esta confianza que me inspira la muerte, jueces, debéis de sentirla como yo la siento si tenéis en cuenta la siguiente verdad: que no hay mal posible para el hombre de bien ni en esta vida ni fuera de ella, pues los dioses se interesan por su suerte. En lo que a la mía respecta, nada fío a la casualidad; al contrario, tengo por evidente que lo mejor para mí es morir ahora y librarme de este modo de toda pena. Por esto mi guía interior no me ha detenido y por ello también me sucede que no sienta el menor rencor contra quienes me han acusado y contra quienes me han condenado. Claro que, como acusándome y condenándome pensaban perjudicarme, en esto y sólo en esto son censurables.
No obstante, y a pesar de ello, tan sólo una cosa les pido: cuando mis hijos sean ya hombres, atenienses, castigadles atormentándoles como yo os atormentaba a vosotros en cuanto creáis advertir que se preocupan del dinero o de cualquier cosa que no sea la virtud. Y si se atribuyen méritos que no tienen, morigeradlos como yo os morigeraba a vosotros; reprochadles por desdeñar lo esencial y atribuirse aquello que no les corresponde. Si de tal modo obráis, seréis justos no sólo con mis hijos, sino conmigo.
Mas llegada es la hora de marcharnos; yo, a morir; vosotros, a continuar vuestra vida. De vuestra suerte y la mía, ¿cuál es la mejor? Nadie, a no ser la divinidad, lo sabe."

miércoles, 4 de mayo de 2011

Mente y materia (Cecil J. Schneer)

Mente y Materia: "Este libro nos narra la epopeya de la mente del hombre para conocer qué es la materia que le rodea y qué forma el propio cuerpo humano".
Dada la extensión de la obra y la complejidad de la simbología química que en ella se aborda, me sería imposible publicar en detalle el contenido, aun cuando de párrafos sueltos se tratara. Es por lo mismo que os recomiendo encarecidamente su lectura.


Desde la palabra y el fuego a la edad del hierro y de las letras

"Por química entendemos la ciencia de la materia y de sus reacciones de combinación y descomposición. Las diferencias entre la química y otras ciencias, tales como la biología, son a menudo arbitrarias; sobre todo, si tenemos en cuenta que los seres vivos son complejos fisioquímicos, cuyo proceso vital supone una serie de reacciones de combinación y descomposición de la materia regidas por las leyes de la física. Evidentemente, juegan también un papel importante en la evolución de la química otros fenómenos que se encuentran enteramente fuera del campo de las ciencias, o la menos de las ciencias físicas. Me refiero a lo fenómenos históricos.
(...)

Teorías sobre la materia

Pitágoras de Crotona se ocupó menos de la sustancia subyacente que de la lógica de la diferenciación. Como ya antes los jonios, Pitágoras mantenía la existencia de una sustancia primera y fundamental, cuyos atributos eran la materia y el espacio. "El primer principio de todo es el Uno... que es la causa." Para explicar su distinción de la materia, como la llamamos nosotros, Pitágoras afirmaba que existe la "forma" (es decir, el número y la forma geométrica) y la "materia del Uno". De los números, se pasa a las formas geométricas y, a través de éstas, los cuerpos llegan a nuestros sentidos. "Los cuatro elementos, el fuego, la tierra, el aire y el agua, son los elementos de los cuerpos sensibles. Ellos son los que transforman un cuerpo en otro, y los que componen el cosmos. El cosmos es animado, inteligente, esférico. Dentro de él, está el centro de la Tierra, que también es esférico..." Del mismo modo que un círculo, un triángulo y un cuadrado difieren entre sí solamente por su forma y no por la materia de que han sido hechos, así también –al pensar de Pitágoras– las diversas materias difieren entre sí solamente en su forma; y la esencia de los seres materiales radica en su forma geométrica.
Estamos de acuerdo con Pitágoras en que el vapor que bulle en una caldera y el trozo de hielo que se extiende estático en el suelo están formados por una sola y misma sustancia: pero no el agua, que es un ser distinto, sino el compuesto de hidrógeno-oxígeno. Entonces, ¿por qué las propiedades de ambos son tan diferentes? Pitágoras responderá que la diferencia consiste en que la forma geométrica de cada uno es diferente. Los investigadores modernos que han estudiado las propiedades del hielo y del vapor nos darán una respuesta esencialmente pitagórica: la diferencia radica en el ordenamiento y distribución de la materia prima. En el hielo, las moléculas se agrupan en perfecta alineación, como los ladrillos de una pared. En el vapor, en cambio, las moléculas se encuentran separadas y en movimiento violento y desordenado.
Pitágoras considera al mundo como una armonía, dentro de la cual hay una diferenciación puramente numérica. (...) La esencia de las diferencia cualitativas de los seres es matemática. Cuando nos demos cuenta de la importancia de esto, llegaremos a la conclusión de que los modernos científicos están más cerca de Pitágoras de lo que nos imaginamos. Pitágoras piensa que la esencia de la diversidad de la naturaleza consiste en la forma matemática. La esencia de las cosas es, por tanto, totalmente inteligible; no mágica, ni misteriosa (quizá divina, pero en el sentido de ideal).
(...)

Corpora ad lectorem (Un saludo al lector)

"Una vez los filósofos se vieron obligados a buscar, en nuestro nombre, ese dulce fruto huidizo, tan delicioso, que alimenta nuestra inteligencia." (Leonardo, en el Codex M.)

Fra Luca Pacioli, después de convencer a Leonardo, esa "inefable mano izquierda", para que ilustrase su manuscrito De Divina Proportione, escribió en la página final esta frase, que compendia todo lo dicho anteriormente. Esto sucedía en 1498. Al año siguiente, Milán era invadida por los franceses. El artista y el matemático salieron juntos de Florencia. Había ya terminado el breve periodo de florecimiento de la corte de Milán. A pesar de que sus trabajos habían sido arduos, estaban suficientemente recompensados porque llegaron a saborear aquel dulce, huidizo fruto, del que habla Fra Luca. Habían construido un mundo que se salía del marco del número y la proporción, y del poliedro perfecto de Platón. Era algo proporcionado, razonable y perfecto, por eso el arte y la ciencia consistían en imitar a la naturaleza. Los críticos posteriores como Duhem pudieron poner barreras al uso de los arquetipos que consideraban muletas para "las oscuras mentes inglesas", pero una generación que ha visto la síntesis de las proteínas, que se ha propuesto con toda serenidad desenredar la madeja de las leyes genéticas, es lo suficiente curiosa como para no asustarse por las leyes de caballería que los puritanos impusieron a la ciencia.
Para ellos existen los puritanos, y entre éstos se puede incluir a los físicos teóricos, cuyo interés reside en buscar el lado estético de la ciencia. Son los hombres que necesitan un lavado de las matemáticas para que resulten elegantes.
(...)
Lavoisier, Duhem, o el Newton de los Principia, entendían el mundo como un sistema único, lógico, deductivo. La ciencia es un gran contexto, el código de la ciencia es tan rígido como el de los samurai. En cambio, el químico que ha sido atrapado por la fascinación de las nuevas síntesis, o el critalógrafo que busca las bases de su teoría en la realidad del anillo bencénico, piensan que la naturaleza es una ramera cuyos secretos están retorcidos por su falta de escrúpulos. Donde falla la razón, la computadora puede encontrar soluciones.
(...)
La verdad de la naturaleza y de la materia es la misma para nosotros que para Tales de Mileto. La química, como los antiguos griegos jónicos, se pregunta: "¿Qué son los seres creados?" Las respuestas de los griegos jónicos eran simples y directas; tenían todo el encanto de la infancia de la humanidad. Esa vasta construcción intelectual que es la ciencia de la materia, ha hecho crecer en nuestros días la importancia de aquellas primeras respuestas.
Ya no poseemos la inocencia de aquellos hombres antiguos que se reunían en el ágora para discutir de filosofía. Hemos perdido su inocencia moral con nuestras bombas, nuestros gases lacrimógenos y nuestras guerras bacteriológicas (...) Pero hemos progresado mucho en el logro del poder que permita poner fin a las guerras, el hambre, la peste y la pobreza. Hemos progresado intelectualmente porque ya no hay nadie que se quede satisfecho con historias propias de niños. La condición del hombre es la siguiente: siempre se produce un estado de tensión frente a lo desconocido. La verdadera ciencia no es motivo de vanidad ni de engreimiento, ni produce ambición, aunque como esto forma parte de la naturaleza se encontrará también en ella. Existe en nosotros un estado de tensión que nos impele hacia adelante. Nos agrada la exactitud de la ley periódica o la interacción de las hélices de DNA. Sabemos muy bien que se trata de recursos expresamente fabricados para poder explicar, ya sea por medio de la teoría cuántica, con sus formas y números, ya sea por medio de expresiones todavía no concebidas, todas las cosas, y con ello no hacemos más que mostrar toda la complejidad, toda la armonía del pensamiento de una sociedad madura y cultivada. Estas son las obras mejores de que es capaz el hombre. Aunque también podemos, como los contemporáneos de Tucídides, destruirnos a nosotros mismos en una persecución alocada de la riqueza y dejarnos llevar por el impulso que nos arrastra al dominio del hombre por el hombre. Podemos, sin embargo, adoptar una actitud mucho más hermosa: el hombre puede establecer la meta más elevada de su mente en el conocimiento de la complicada ciencia de la materia. El propósito de esta empresa puede, realmente, como dijo Hooke en una ocasión, iluminar los trabajos de las manos del hombre y dulcificar el curso de nuestro destino en el Edén, pero también –puesto que la naturaleza del hombre está orientada hacia el goce puro de la inteligencia– puede llevarnos, en este mundo en el que hemos nacido, a lograr la plenitud de la mente que se nos dio".