domingo, 7 de abril de 2013

El amor, las mujeres y la muerte (Arthur Schopenhauer 1788–1860)

EL ARTE
 
 
Todo deseo arranca de una necesidad, de una privación, de un sufrimiento. Si se satisface, se frena. Pero por cada deseo satisfecho, ¡cuántos sin satisfacer! Además, el deseo dura largo tiempo, las exigencias son infinitas, el goce es corto y mezquinamente dosificado.
Y hasta ese placer que por fin se consigue no es más que aparente; otro le sucede; y si el primero es una ilusión desvanecida, el segundo es una ilusión que aún dura. Nada en el mundo puede aquietar la voluntad ni fijarla de un modo duradero; lo más que el destino puede lograr se asemeja siempre a la limosna que se arroja a los pies del mendigo, y que, si aguanta hoy su vida, es sólo para prolongar mañana su tormento. Así, en tanto que estamos bajo el dominio de los deseos y bajo el imperio de la voluntad, en tanto que nos abandonamos a las esperanzas que nos apremian, a los que nos persiguen, no hay para nosotros descanso ni dicha duraderos. En el fondo, lo mismo da que nos empeñemos en alguna persecución o que nos apartemos ante alguna amenaza, que nos revuelva la espera o el temor: las cavilaciones que nos producen las exigencias de la voluntad bajo todas sus formas no cesan de turbar y atormentar nuestra existencia. Así el hombre, esclavo es del querer, está continuamente amarrado a la rueda de Ixión, es vertido siempre en el tonel de las danaides, es tántalo devorado por la sed eterna.
Pero cuando una circunstancia externa o nuestra armonía inferior nos eleva un momento por encima del torrente infinito del deseo, libran a nuestro espíritu de la opresión de la voluntad, apartan nuestra atención del todo lo que la solicita y se nos aparecen las cosas desligadas de todos los prestigios de la esperanza, de todo interés propio, como objetos de contemplación desinteresada y no de concupiscencia. Entonces es cuando ese reposo vanamente buscado por todos los caminos, abiertos al deseo, pero que siempre ha huido de nosotros, se presenta en cierto modo por sí mismo y nos da la sensación de la paz en toda su plenitud. Ese es el estado libre de dolores que celebra Epicuro como el mayor de los bienes, como la felicidad de los dioses; porque entonces nos contemplamos por un instante manumitidos de la abrumadora opresión de la voluntad, celebramos la fiesta después de los trabajos forzados del querer, se detiene la rueda de Ixión... ¿Qué importa entonces ver la puesta del sol desde el balcón de un palacio o a través de las rejas de una cárcel?
(...)
Basta dar desde fuera una mirada desinteresada a todo hombre, a toda escena de la vida, y reproducirlos con la pluma o el pincel, para que al punto aparezcan llenos de interés y de encanto, y verdaderamente digno de envidia. Pero si nos hallamos luchando con esta situación o somos ese hombre, ¡oh!, entonces, como suele decirse, ni el demonio lo aguanta. Tal es el pensamiento de Goethe: "De todo lo que apena nuestra vida no gusta la pintura".
(...)
Las cosas no atraen sino en tanto que nos afecten. La vida nunca es bella. Únicamente son bellos los cuadros de la vida cuando los alumbra y refleja el espejo de la poesía, sobre todo en la juventud, cuando no sabemos aún qué es vivir.
Coger al vuelo la inspiración y darle cuerpo en los versos: tal es la obra de la poesía lírica. Y, sin embargo, el poeta lírico refleja a la humanidad entera en sus íntimas profundidades, y todos los sentimientos que generaciones pasadas, presentes o futuras han experimentado o experimentarán en las mismas circunstancias, que se producirán siempre, encuentran en la poesía su viva y fiel expresión.
El poeta es el hombre universal. Todo lo que ha removido el corazón de un hombre, todo lo que la naturaleza humana ha podido experimentar y producir en todas circunstancias, todo lo que habita y fermenta en un ser mortal, ése es su dominio, que se extiende a toda la naturaleza. Por eso el poeta lo mismo puede cantar la voluptuosidad que el misticismo, ser Angelus Silesius o Anacreonte, escribir tragedias o comedias, representar los sentimientos nobles o vulgares, según su humor y su vocación. Nadie puede mandar al poeta que sea noble, elevado, moral, piadoso y cristiano, que sea o deje de ser esto o lo otro, porque es el espejo de la humanidad, y presenta a ésta la imagen clara y fiel de lo que siente.
Es un hecho muy notable y digno de atención que el objetivo de toda la alta poesía sea la representación del lado horrible de la naturaleza humana: el dolor sin nombre, los tormentos de los hombres, el triunfo de la perversidad, la irónica dominación del azar, la irremediable caída del justo y del inocente. Este es un signo notable de la constitución del mundo y de la existencia... ¿No observamos en la tragedia a los seres más nobles, después de largos combates y sufrimientos, renunciar para siempre a los propósitos que perseguían hasta entonces con tanta violencia, o apartarse de todos los goces de la vida voluntariamente y hasta con júbilo? Así, con el príncipe de Calderón; Margarita en Fausto; Hamlet, a quien su querido Horacio seguiría con mucho gusto, pero que le promete quedarse y respirar aún algún tiempo en un mundo tan rudo y lleno de dolores, para narrar la suerte de Hamlet y purificar su memoria; lo mismo que la desposada de Messina; todos mueren purificados por los sufrimientos; es decir, después que ha muerto ya en ellos la voluntad de vivir.
El verdadero sentido de la tragedia es esta mira profunda: que las faltas expiadas por el héroe no son faltas de él, sino las faltas hereditarias, es decir, el crimen mismo de existir,

Pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
(...)
No hay hombre ni acción que no tenga su importancia. En todos y a través de todo se desenvuelve más o menos la idea de la humanidad. No hay circunstancia en la vida humana que no sea digna de reproducción por medio de la pintura. Por eso es una injusticia para con los admirables pintores de la escuela holandesa limitarse a alabar su habilidad técnica. En lo demás, son contemplados desde la altura con desdén, porque casi siempre representan actos de la vida común, y sólo se da importancia a los asuntos históricos o religiosos.
(...)
La música no expresa nunca el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima, el "en sí" de todo fenómeno; en una palabra, la voluntad misma. Por eso no expresa tal alegría especial o definida, tales o cuáles tristezas, tal dolor, tal espanto, tal arrebato, tal placer, tal sosiego de espíritu, sino la misma alegría, la tristeza, el dolor, el espanto, los arrebatos, el placer, el sosiego del alma. No expresa más que la esencia abstracta y general, fuera de todo motivo y circunstancia. Y, sin embargo, sabemos comprenderla perfectamente en esta quinta esencia abstracta.
La invención de la melodía, el descubrimiento de los más hondos secretos de la voluntad y de la sensibilidad humana, es obra del genio. La acción del genio es allí más visible que en cualquier otra parte, más reflexiva, más libre de intención, consciente: es una verdadera inspiración. La idea, es decir, el conocimiento preconcebido de las cosas abstractas y positivas, es aquí absolutamente estéril, como en todas partes. El compositor revela la esencia más íntima del mundo y expresa la sabiduría más profunda en una lengua que su razón no comprende, lo mismo que una sonámbula da luminosas respuestas acerca de cosas que no tiene conocimiento alguno cuando está despierta.
Lo que hay de íntimo e inexpresable en toda música, lo que nos da la visión rápida y pasajera de un paraíso a la vez familiar e inaccesible, que comprendemos y no obstante no podríamos explicar, es que se presta a las profundas y sordas agitaciones de nuestro ser, fuera de toda realidad y, por consiguiente, sin sufrimiento. (...)
Escuchar grandes y hermosas armonías es como un baño del alma: purifica de toda mancha, de todo lo malo y mezquino, eleva al hombre y le pone de acuerdo con los más nobles pensamientos de que es capaz, y luego comprende con claridad todo lo que vale, o, más bien, todo lo que sería capaz de valer.
Cuando oigo música, mi imaginación juega a menudo con la idea de que la vida de todos los hombres y la mía propia no son más que sueños de un espíritu eterno, buenos o malos sueños, de que cada muerte es un despertar.