jueves, 3 de octubre de 2013

El cuento del Grial –Chrétien de Troyes– (1135-1190)

Prólogo de Juan Renales

Al extinguirse la Edad Antigua, el hombre se fue forjando una cultura nueva, es decir, tuvo que enfrentarse a la tarea de inventar moldes en que verter los contenidos nuevos surgidos de una transformación total del mundo.
En literatura, vuelta la espalda a los géneros clásicos, nace de la liturgia cristiana el teatro, y también, al menos en parte, la poesía lírica. La narrativa se abrió primero paso a través de la épica. Más tarde, abandonando este camino, se inició lo que después sería la novela. Subsistían elementos del mundo grecolatino, sí, pero habían cambiado de lugar, de significado, y con ello de aspecto: como esas columnas de villas romanas que aparecen, de cuando en cuando, engastadas en las iglesias de la primera Edad Media.
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Chrétien fue escritor cortesano, teñido del espíritu trovadoresco que reinaba en la corte de Champaña. Tradujo a Ovidio, para mejor internarse en la descripción psicológica del amor, que coexiste en sus obras con la ingenuidad bretona, y suele dotarlas de una tesis, propuesta o impuesta, generalmente, por sus protectores los condes.
La novela que tenemos delante es un caso aparte entre las de Chrétien. Es una obra inconclusa; quizá la última de las que escribió. (...)
"Perceval, li contes del Graal" vuelve la vista hacia el pasado; hacia la época brumosa del surgimiento de los reinos célticos independientes y hacia la antigüedad clásica, aunque de ésta no haya una visión directa, salvo por dos o tres alusiones dispersas. Los nombres de los lugares nos llevan a la Britania preanglosajona, a Gales, a la pequeña Bretaña. Los personajes son conocidos en la literatura céltica desde sus primeras manifestaciones: Peredur, el Perceval de Gales, ya es nombrado en el canto de Gododdin, de Aneirin, escrito hacia el 600 en la frontera de Escocia.
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En las islas que se encuentran más allá del mar situaban los celtas el paraíso, si puede hablarse de paraíso entre unas gentes que desconocen el infierno. El viaje del alma hacia esos países debió tener unas etapas fijas, unas estaciones a través de las cuales se llegaba a la tierra de la juventud, de la vida, de las delicias. Levemente cristianizado, todo ello se encuentra en los ínrama, narraciones irlandesas de viajes por mar. (...)
La estructura fija del viaje al otro mundo, descoyuntada ya, desplazados sus elementos, transplantados a otros lugares dentro de la narración, conservando unos su carácter sagrado, profanizados otros, aparecen el la novela caballeresca.
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No es la travesía de la tierra yerma y solitaria la única prueba que debe superar el alma en su ascenso, como un neófito en el curso de la iniciación. Pues en medio de estos desiertos, nuevos peligros le acechan. Quizá de ellos el más espantable sea el puente peligroso que las almas han de atravesar a riesgo de caer en las ondas de un río infernal. Sólo las almas puras lograrán salir airosas. Este tema es frecuente entre los árabes y los persas, y de ellos debió pasar a los monjes visionarios de la alta edad media, como Adhamhnán de Iona, que vio en su descenso al infierno un puente. (...)
Cuando no existe el puente, la corriente ha de ser atravesada en una barca, y aquí es aún más claro el cruce de ideas y de mitologías. Los celtas conocieron en la suya al barquero conductor de las almas al más allá, especie de Caronte; es más frecuente, sin embargo, la barca sin timón que conduce por sí sola al viajero, héroe como Tristan o Guigemar o santo como san Brennáin. De todos modos, allí donde encontremos, en el "Contes", un paraje adonde sólo se pueda llegar pasando un río o un brazo de mar en una barca, estaremos en presencia de un vestigio del viaje oceánico al paraíso celta.
El carácter mágico del puente puede darse a conocer únicamente por los parajes a que conduce: Belrepeire, el Castillo del Grial, el de las Reinas. Estas tierras, y otras más aún, son imágenes del más allá, y seguramente los lectores contemporáneos de Chrétien eran capaces de advertirlo con claridad. El país de Galvoie, por ejemplo, de donde "nadie jamás ha podido regresar", es un vergel, donde, como en "la joie de la cort", de la novela "Erec et Enide", también de Chrétien de Troyes, quien entre a realizar una prueba: si falla, muere. Sólo un héroe dotado de poderes casi sobrehumanos ha de conseguir el triunfo. El más allá como vergel aparece en las más tempranas obras célticas. Debió existir ya en tiempos paganos, aunque las visiones literarias cristianas del Jardín del Edén y del paraíso terrenal debieron reforzar este tipo de representaciones. Avallon, el más allá de los bretones y galeses, se llama tierra de manzanas, y el paraíso de los irlandeses es la tierra de las manzanas de Emhain. Una manzana atrajo a Conle Rúad al reino de las hadas, donde aún vive feliz con su amada; una manzana de plata arrastró a Bran MacFebail a su navegación a tierras sobrenaturales. Mael Dúin, en alta mar, se nutrió durante cuarenta días de las manzanas halladas en una de las islas que visitó.
En el Perceval, sin duda el lugar que acumula más elementos de carácter sobrenatural o ultramundo es el Castillo de las Reinas. (...)
El Castillo de las Reinas es habitado sólo por mujeres, como el paraíso de los celtas. Como su misma reina dijo a Conle Rúad: "Una tierra que alegra el corazón de cuantos la visitan: en ella sólo se encuentran mujeres y jóvenes doncellas". (...)
Y este castillo de las reinas es morada de los muertos: nadie puede volver de ella. En ella encuentra Gauvain a personas que creía perdidas para siempre: allí viven para toda la eternidad, pues el que prueba la comida del más allá no puede regresar a la tierra de los mortales.
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Es en los momentos más importantes de la narración: al fin de las aventuras de Perceval, antes de la partida de los caballeros, antes de "quête" de Gauvain, donde se sitúan las tres revelaciones de la culpa de Perceval. En la primera, se le anuncia quién es el Rey Pescador, cómo ha perdido la ocasión de restaurar su reino, y, por otra parte, la muerte de la madre del caballero. La segunda añade el dato de que el reino del Rey Pescador se ha convertido, por culpa de Perceval, en "terre gaste". En la tercera, la más importante, aprende Perceval que la muerte de su madre es causa de su fracaso, que con el Grial se sirve a un rey hermano de su madre (y del propio autor de la revelación), cuyo hijo es el Rey Pescador. En el Grial se contiene una hostia, de la cual se mantiene aquel rey.
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Es en estas tres revelaciones donde debemos ahondar para encontrar el significado profundo de la obra. La hostia contenida en el Grial, alimento de la inmortalidad, no es un elemento totalmente cristianizado. Está emparentado con la cerveza que se bebía en los banquetes del más allá, con las cubas sagradas de cerveza en que se bañaban los héroes y con los calderos mágicos que daban la inmortalidad, como el que dio la victoria a los dioses sobre los Fomoré, diablos marinos, en la batalla de Mag Tured o Moyturra. Más lejanamente aún emparentado con la ambrosía de los griegos y el amrta de los hindúes, pues es frecuente que, en el terreno religioso, se establezcan insospechadas conexiones entre los dominios más occidental y más oriental de los pueblos indoeuropeos. (...)
Símbolo más oscuro es la lanza sangrienta, en que la cristiandad creyó ver la lanza de San Longinos. La lanza, desde luego, fue objeto sagrado entre los celtas desde tiempos muy antiguos. La misma palabra, lanza, es de origen celta, y pasó a Roma en tiempos de las guerras de los galos.
Perceval llega al castillo del Grial cuando anda en busca de su madre; la "quête"  de Perceval es una búsqueda de la inmortalidad, o tal vez de lo que se encuentra detrás de la muerte. Si su pecado le impide encontrarlo, Gauvain, por su parte, va a dar término a la inquisición de Perceval: guiado por un hada, llegará a la tierra de las doncellas, al Castillo de las Reinas, e incluso a salir de él, uniendo así los dos mundos. En este aspecto, sí queda concluida la novela.
De aquí la importancia de la noción de iniciación para comprender el "Contes del Graal". Por la iniciación adquiere el neófito la inmortalidad; más cargado de sabiduría, conociendo los misterios de la naturaleza y la creación, y a través de nuevas muertes y nacimientos, se accede a la sacralidad del sacerdote o el guerrero. Del mismo modo a la muerte le seguirá otro nuevo nacimiento que desvelará nuevas parcelas del mundo. Perceval ha pasado ya la muerte "terre gaste", puentes peligrosos, y nace de nuevo al fin de su aventura: por eso adquiere un nombre entonces. Pero después de esto, pasará cinco años errante en el bosque, olvidado de Dios, como un animal. (...)
Esto no puede ser sino otra muerte mística, muy semejante de hecho a las que sufrían los germanos y los celtas antes de pasar al estado de guerreros, dotados de una segunda naturaleza animal.
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Añadiendo una dimensión colectiva a estas "quêtes" de los héroes, aparece un segundo significado de la novela, quizá más importante aún. El mundo, después de la muerte de Uterpendragón, padre de Arturo, vive una edad de hierro, según se nos advierte al comienzo de la historia; los tiempos han venido siendo desde ese día revueltos y turbios...



domingo, 7 de abril de 2013

El amor, las mujeres y la muerte (Arthur Schopenhauer 1788–1860)

EL ARTE
 
 
Todo deseo arranca de una necesidad, de una privación, de un sufrimiento. Si se satisface, se frena. Pero por cada deseo satisfecho, ¡cuántos sin satisfacer! Además, el deseo dura largo tiempo, las exigencias son infinitas, el goce es corto y mezquinamente dosificado.
Y hasta ese placer que por fin se consigue no es más que aparente; otro le sucede; y si el primero es una ilusión desvanecida, el segundo es una ilusión que aún dura. Nada en el mundo puede aquietar la voluntad ni fijarla de un modo duradero; lo más que el destino puede lograr se asemeja siempre a la limosna que se arroja a los pies del mendigo, y que, si aguanta hoy su vida, es sólo para prolongar mañana su tormento. Así, en tanto que estamos bajo el dominio de los deseos y bajo el imperio de la voluntad, en tanto que nos abandonamos a las esperanzas que nos apremian, a los que nos persiguen, no hay para nosotros descanso ni dicha duraderos. En el fondo, lo mismo da que nos empeñemos en alguna persecución o que nos apartemos ante alguna amenaza, que nos revuelva la espera o el temor: las cavilaciones que nos producen las exigencias de la voluntad bajo todas sus formas no cesan de turbar y atormentar nuestra existencia. Así el hombre, esclavo es del querer, está continuamente amarrado a la rueda de Ixión, es vertido siempre en el tonel de las danaides, es tántalo devorado por la sed eterna.
Pero cuando una circunstancia externa o nuestra armonía inferior nos eleva un momento por encima del torrente infinito del deseo, libran a nuestro espíritu de la opresión de la voluntad, apartan nuestra atención del todo lo que la solicita y se nos aparecen las cosas desligadas de todos los prestigios de la esperanza, de todo interés propio, como objetos de contemplación desinteresada y no de concupiscencia. Entonces es cuando ese reposo vanamente buscado por todos los caminos, abiertos al deseo, pero que siempre ha huido de nosotros, se presenta en cierto modo por sí mismo y nos da la sensación de la paz en toda su plenitud. Ese es el estado libre de dolores que celebra Epicuro como el mayor de los bienes, como la felicidad de los dioses; porque entonces nos contemplamos por un instante manumitidos de la abrumadora opresión de la voluntad, celebramos la fiesta después de los trabajos forzados del querer, se detiene la rueda de Ixión... ¿Qué importa entonces ver la puesta del sol desde el balcón de un palacio o a través de las rejas de una cárcel?
(...)
Basta dar desde fuera una mirada desinteresada a todo hombre, a toda escena de la vida, y reproducirlos con la pluma o el pincel, para que al punto aparezcan llenos de interés y de encanto, y verdaderamente digno de envidia. Pero si nos hallamos luchando con esta situación o somos ese hombre, ¡oh!, entonces, como suele decirse, ni el demonio lo aguanta. Tal es el pensamiento de Goethe: "De todo lo que apena nuestra vida no gusta la pintura".
(...)
Las cosas no atraen sino en tanto que nos afecten. La vida nunca es bella. Únicamente son bellos los cuadros de la vida cuando los alumbra y refleja el espejo de la poesía, sobre todo en la juventud, cuando no sabemos aún qué es vivir.
Coger al vuelo la inspiración y darle cuerpo en los versos: tal es la obra de la poesía lírica. Y, sin embargo, el poeta lírico refleja a la humanidad entera en sus íntimas profundidades, y todos los sentimientos que generaciones pasadas, presentes o futuras han experimentado o experimentarán en las mismas circunstancias, que se producirán siempre, encuentran en la poesía su viva y fiel expresión.
El poeta es el hombre universal. Todo lo que ha removido el corazón de un hombre, todo lo que la naturaleza humana ha podido experimentar y producir en todas circunstancias, todo lo que habita y fermenta en un ser mortal, ése es su dominio, que se extiende a toda la naturaleza. Por eso el poeta lo mismo puede cantar la voluptuosidad que el misticismo, ser Angelus Silesius o Anacreonte, escribir tragedias o comedias, representar los sentimientos nobles o vulgares, según su humor y su vocación. Nadie puede mandar al poeta que sea noble, elevado, moral, piadoso y cristiano, que sea o deje de ser esto o lo otro, porque es el espejo de la humanidad, y presenta a ésta la imagen clara y fiel de lo que siente.
Es un hecho muy notable y digno de atención que el objetivo de toda la alta poesía sea la representación del lado horrible de la naturaleza humana: el dolor sin nombre, los tormentos de los hombres, el triunfo de la perversidad, la irónica dominación del azar, la irremediable caída del justo y del inocente. Este es un signo notable de la constitución del mundo y de la existencia... ¿No observamos en la tragedia a los seres más nobles, después de largos combates y sufrimientos, renunciar para siempre a los propósitos que perseguían hasta entonces con tanta violencia, o apartarse de todos los goces de la vida voluntariamente y hasta con júbilo? Así, con el príncipe de Calderón; Margarita en Fausto; Hamlet, a quien su querido Horacio seguiría con mucho gusto, pero que le promete quedarse y respirar aún algún tiempo en un mundo tan rudo y lleno de dolores, para narrar la suerte de Hamlet y purificar su memoria; lo mismo que la desposada de Messina; todos mueren purificados por los sufrimientos; es decir, después que ha muerto ya en ellos la voluntad de vivir.
El verdadero sentido de la tragedia es esta mira profunda: que las faltas expiadas por el héroe no son faltas de él, sino las faltas hereditarias, es decir, el crimen mismo de existir,

Pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
(...)
No hay hombre ni acción que no tenga su importancia. En todos y a través de todo se desenvuelve más o menos la idea de la humanidad. No hay circunstancia en la vida humana que no sea digna de reproducción por medio de la pintura. Por eso es una injusticia para con los admirables pintores de la escuela holandesa limitarse a alabar su habilidad técnica. En lo demás, son contemplados desde la altura con desdén, porque casi siempre representan actos de la vida común, y sólo se da importancia a los asuntos históricos o religiosos.
(...)
La música no expresa nunca el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima, el "en sí" de todo fenómeno; en una palabra, la voluntad misma. Por eso no expresa tal alegría especial o definida, tales o cuáles tristezas, tal dolor, tal espanto, tal arrebato, tal placer, tal sosiego de espíritu, sino la misma alegría, la tristeza, el dolor, el espanto, los arrebatos, el placer, el sosiego del alma. No expresa más que la esencia abstracta y general, fuera de todo motivo y circunstancia. Y, sin embargo, sabemos comprenderla perfectamente en esta quinta esencia abstracta.
La invención de la melodía, el descubrimiento de los más hondos secretos de la voluntad y de la sensibilidad humana, es obra del genio. La acción del genio es allí más visible que en cualquier otra parte, más reflexiva, más libre de intención, consciente: es una verdadera inspiración. La idea, es decir, el conocimiento preconcebido de las cosas abstractas y positivas, es aquí absolutamente estéril, como en todas partes. El compositor revela la esencia más íntima del mundo y expresa la sabiduría más profunda en una lengua que su razón no comprende, lo mismo que una sonámbula da luminosas respuestas acerca de cosas que no tiene conocimiento alguno cuando está despierta.
Lo que hay de íntimo e inexpresable en toda música, lo que nos da la visión rápida y pasajera de un paraíso a la vez familiar e inaccesible, que comprendemos y no obstante no podríamos explicar, es que se presta a las profundas y sordas agitaciones de nuestro ser, fuera de toda realidad y, por consiguiente, sin sufrimiento. (...)
Escuchar grandes y hermosas armonías es como un baño del alma: purifica de toda mancha, de todo lo malo y mezquino, eleva al hombre y le pone de acuerdo con los más nobles pensamientos de que es capaz, y luego comprende con claridad todo lo que vale, o, más bien, todo lo que sería capaz de valer.
Cuando oigo música, mi imaginación juega a menudo con la idea de que la vida de todos los hombres y la mía propia no son más que sueños de un espíritu eterno, buenos o malos sueños, de que cada muerte es un despertar.