miércoles, 10 de octubre de 2012

El Golem (Gustav Meyrink 1868–1932)

Prólogo

A lo largo del tiempo, nuestra memoria va formando una biblioteca dispar, hecha de libros, o de páginas, cuya lectura fue una dicha para nosotros y que nos gustaría compartir. Los textos de esa íntima biblioteca no son forzosamente famosos. La razón es clara. Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que en los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis no para el goce del lector.
La serie que prologo y que ya entreveo quiere dar ese goce. No elegiré los títulos en función de mis hábitos literarios, de una determinada tradición, de una determinada escuela, de tal país o de tal época. Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer.
(...)
Los discípulos de Paracelso acometieron la cración de un homúnculo por obra de la alquimia; los cabalistas, por obra del secreto nombre de Dios, pronunciado con sabia lentitud sobre una figura de barro. Ese hijo de una palabra recibió el apodo de Golem, que vale por el polvo, que es la materia de la que Adán fue creado. Arnim y Hoffmann conocieron esa leyenda. En el año 1915, el austriaco Gustav Meyrink la renovó para la escritura de esta novela. (...) Todo en este libro es extraño, hasta los monosílabos del índice: Prag, Punsch, Nacht, Spuk, Licht. Como en el caso de Lewis Caroll, la ficción está hecha de sueños que encierran otros sueños... –Jorge Luis Borges–

El Golem

"...Yo, naturalmente, no puedo decir en qué se basa la leyenda del Golem, pero, sin embargo, sí estoy seguro de que en esta parte de la ciudad hay algo que no puede morir, que vive y se mueve a nuestro alrededor y que está relacionado con ella. Mis antepasados han vivido aquí generación tras generación y nadie puede, mejor que yo, retroceder a recuerdos heredados y vividos de la aparición del Golem.
Zwakh dejó de hablar de repente, y se notaba que sus pensamientos retrocedían en el pasado.
Tal y como estaba sentado junto a la mesa, apoyada la cabeza, sus mejillas coloradas y juveniles extrañamente alumbradas bajo la luz de la lámpara y su pelo blanco, comparé mentalmente sin querer sus rasgos con las máscaras de las marionetas, que tantas veces me había enseñado.
¡Qué extraño! ¡Cuánto se parecía el anciano a ellas! ¡La misma expresión y el mismo corte de cara! 
Sentí que hay cosas en la tierra que no se pueden separar de otras y, al recordar el sencillo destino de Zwakh, me pareció de pronto fantasmagórico y terrible que un hombre como él pudiera retroceder de repente –a pesar de que había disfrutado de una educación mejor que la de sus antepasados y de que debía haber sido actor– a su raída y desgastada caja de marionetas para volver de nuevo a las ferias anuales y hacer con los mismos muñecos, que había sido el mismo miserable medio de vida que el de sus antepasados, las mismas rígidas contorsiones y representar las mismas aburridas historias.
Comprendí que él no puede separarse de ellos; forman parte de su vida. Cuando ha estado lejos de ellos se convirtieron en sus pensamientos y vivieron en su mente y no lo dejaron descansar tranquilo hasta que volvió con ellos. Por eso los trata ahora con tanto cariño y los viste orgulloso con lentejuelas.
Zwakh, ¿no quiere seguir contándonoslo? –le rogó Prokop al anciano, mirándonos a Vrieslander y a mí para saber si nosotros también lo deseábamos.
–No sé por dónde empezar –dijo dudando el anciano–, no es fácil captar la historia del Golem. Tal y como ha dicho Pernath hace un rato: sabe exactamente cómo era el desconocido y sin embargo no puede describirlo. Aproximadamente cada treinta y tres años se repite un hecho en nuestras callejas que no tiene en sí mismo nada especialmente excitante y que, sin embargo, produce un gran terror, para el que no existe ni aclaración ni causa justificada. Sucede siempre que un hombre totalmente desconocido, sin barba, de cara amarillenta y tipo mongol aparece caminando desde la calle de La Antigua Escuela por el barrio judío, envuelto en un traje antiguo y raído, con pasos regulares, dando traspiés como si a cada momento fuera a caerse hacia adelante y, de repente..., se hace invisible.
Generalmente da la vuelta a una esquina y desaparece. Se dice que otras veces describe un círculo en su camino y que vuelve al punto de partida: una casa antiquísima cerca de la sinagoga. Algunos, excitados, afirman también que lo vieron doblar una esquina e ir hacia ellos, pero que, al dirigirse claramente hacia ellos, se hacía cada vez más pequeño, igual que alguien que se pierde en la lejanía, hasta que finalmente desaparece. Hace sesenta y seis años fue especialmente grande la impresión que produjo, pues todavía me acuerdo (yo entonces era muy pequeño) de que el edificio de la calle de La Antigua Escuela fue registrado de arriba a abajo. También se comprobó que en esa casa hay realmente una habitación con una ventana con rejas que no tiene acceso. Colgaron ropa de todas las ventanas para poder distinguirla mejor desde la calle y así se identificó la huella de ese hecho real. Como no era posible llegar hasta ella de otra forma, un hombre bajó colgado de una cuerda desde el tejado para verla. Pero apenas había llegado cerca de la habitación, se rompió la cuerda y el desgraciado se destrozó la cabeza en el asfalto. Cuando quisieron intentarlo otra vez, eran tan dispares las opiniones sobre la situación de la ventana que se abandonó el intento.
Yo mismo encontré al Golem por primera vez en mi vida hace treinta y tres años. Lo encontré debajo de un arco que forma una casa sobre la calle, venía hacia mí y casi chocamos. Todavía hoy no comprendo lo que pasó entonces en mí. Pues en verdad nadie tiene continuamente, día tras día, la impresión exacta de que va a encontrarse con el Golem. En aquel momento, sin embargo, estoy seguro, totalmente seguro, algo gritó en mí un momento antes de que llegase a verlo: ¡El Golem! En aquel mismo momento salió alguien a tropezones de la oscuridad del pasaje y aquel desconocido pasó por mi lado. Un segundo más tarde una tormenta de caras pálidas y excitadas vino hacia mí y me atosigaron preguntándome si lo había visto. Al contestar, sentí como si mi lengua se librara de una rigidez que no había notado antes. Estaba verdaderamente asombrado de poder moverme y me di cuenta claramente (aunque sólo durante una fracción de segundo) de que debía haber permanecido en una especie de agarrotamiento. Por mucho tiempo he meditado sobre todo esto y me parece que cuando más cerca estoy de la verdad es cuando me digo: en el transcurso de cada generación aparece siempre, rápida como el rayo, una epidemia espiritual en la ciudad judía, que domina las almas de aquellos que viven por algún motivo, para nosotros desconocido, y que hace que surjan, como un espejismo, los rasgos de un ser característico que quizás hace siglos vive aquí y tiene ansias de poseer forma y figura. Quizás está entre nosotros hora tras hora y nosotros no lo percibimos. Del mismo modo que tampoco oímos el sonido del diapasón que vibra hasta que toca la madera y la hace vibrar también a ella. Tal vez no sea más que algo así como una obra de arte anímica, sin conciencia interna..., una obra de arte que nace de lo informe, al igual que un cristal según leyes inmutables. ¿Quién sabe? ¿No podría ser que, del mismo modo que en los días de bochorno crece la tensión eléctrica hasta hacerse insoportable y formar el rayo, debido a la continua repetición de esos pensamientos, siempre iguales, que envenenan el aire, aquí en el ghetto haya una descarga repentina y súbita, una explosión anímica que sacase a la luz del día nuestro subconsciente para, al igual que allí el rayo, crear aquí un fantasma en todas y cada una de las cosas, el símbolo del alma de la masa, si se pudiera entender correctamente el enigmático lenguaje de las formas? Del mismo modo que algunos fenómenos anuncian la caída del rayo, también aquí hay ciertos terribles presagios de la amenazadora aparición de ese fantasma en el reino de la realidad. El revoque de un muro al derrumbarse toma el aspecto de un hombre al caminar; y en la figuras que configura el hielo se forman rasgos de caras rígidas. La arena de los tejados parece caer de un modo distinto al normal y crea en el espectador receloso la sospecha de que es una inteligencia invisible, que se esconde temerosa de la luz, la que le arroja, e intenta misteriosamente trazar toda una serie de extraños rasgos. Si la vista descansa en un monótono enrejado o en las asperezas de la piel, se apodera de nosotros el desagradable don de ver en todas partes significativas formas premonitorias, formas que en nuestros sueños crecen hasta hacerse gigantescas. Y siempre cruza, como un hilo rojo, en todos estos esquemáticos intentos de los rebaños del pensamiento, reunidos para resquebrajar los muros de lo cotidiano, la angustiosa seguridad de que se nos arranca con premeditación y contra nuestra voluntad nuestro más verdadero y propio interior, sólo para que con ellos pueda tomar forma plástica la figura del fantasma..."