miércoles, 29 de agosto de 2012

Historia verdadera (Luciano de Samósata 125–181)

Libro primero

Así como los atletas y los que cuidan su cuerpo no se ocupan sólo de su salud y sus ejercicios, sino que también se proporcionan oportunos descansos –e incluso consideran ésta la parte más importante de su entrenamiento así también creo yo que los intelectuales, después de haberse ocupado largo tiempo en la lectura de temas muy profundos, deben aligerar su mente y prepararla, así, mejor para el esfuerzo futuro.
Pues bien; un descanso adecuado podría ser entregarse a aquellas lecturas que ofrecen un placer delicado y agradable, a la vez que un entretenimiento no indigno de las musas, algo así como lo que pienso opinarán sobre este libro; pues no les atraerá solamente la extrañeza del tema ni la gracia de la intención del autor ni el que narremos una sarta de embustes expuestos de modo convincente y verosímil, sino el que cada episodio aluda, no sin parodia, a algunos de los antiguos poetas, historiadores y filósofos que han escrito acerca de muchos hechos prodigiosos y fabulosos. A éstos los hubiera yo citado por nombre, si los lectores no los pudieran reconocer claramente.
(...)
Al conocer a  todos estos no pude en absoluto censurarles sus mentiras viendo que ello se había convertido ya en algo ordinario incluso entre los que se declaran filósofos; pero lo que me extrañó fue que pensaran que sus engaños pasaran inadvertidos. Por eso mismo, aspirando yo también por ambición a dejar alguna obra a la posteridad, y para no ser el único que no hubiese aprovechado la libertad de inventar historias, puesto que no podía contar ninguna verdadera –pues nada memorable me había sucedido– decidí recurrir al engaño pero con más honradez que los demás. Una sola verdad diré: que digo mentiras. Así creo poder escapar la reproche de mis lectores, al reconocer yo mismo que no digo la verdad. Por lo tanto, escribo hechos que nunca vi, ni nunca me ocurrieron, ni los sé por otros, y además acerca de sucesos que nunca existieron ni pueden llegar a suceder. Por tanto mis lectores no deben otorgarme el menor crédito.
En cierta ocasión zarpé de las columnas de Heracles, en dirección al Océano Hesperia (o sea en dirección al Océano Atlántico, situado más allá de las columnas de Heracles, es decir del Estrecho de Gibraltar) y me embarqué con viento favorable. La causa de mi viaje y su objetivo eran la curiosidad, mi deseo de novedades, mi afán por conocer qué límite tenía el Océano y qué hombres habitaban la orilla opuesta.
(...)
Pues bien, durante un día y una noche navegamos con viento favorable, sin adentrarnos mucho, y con la tierra aún a la vista. Al día siguiente, al amanecer el viento aumentó, el oleaje se hizo más fuerte, el cielo se oscureció y ya no era posible colocar las velas. Abandonándonos al viento, nos dejamos conducir por él y resistimos una tormenta que duró setenta y nueve días; al amanecer el que hacía ochenta, el sol empezó repentinamente a lucir y vimos a poca distancia una isla escarpada y frondosa, a su alrededor resonaba un débil oleaje; la tempestad había amainado casi por completo. Abordamos, desembarcamos y, fatigados, permanecimos largo tiempo tendidos en el suelo; luego, nos levantamos y escogimos a treinta para que guardasen el barco, y yo y los otros veinte nos dispusimos a realizar un reconocimiento de la isla.
Cuando nos habíamos alejado unos tres estadios del mar a través del bosque, encontramos una estela de bronce, escrita en caracteres griegos, confusos y borrados por el tiempo, que decía: "Hasta aquí llegaron Heracles y Dionisio".  Había también dos huellas en la piedra, una de un pletro y la otra más pequeña (...) Después de postrarnos seguimos adelante. Algo más lejos, topamos con un río del que manaba un vino muy semejante al de Quíos. Su corriente era tan abundante y profunda que incluso era navegable en algunos puntos. Este hecho nos obligó a prestar más fe a la inscripción de la estela, viendo las señales del viaje de Dionisio. Resuelto a encontrar las fuentes del río, remontamos su curso, pero no encontramos ningún manantial, sino muchas y extensas viñas, cargadas de racimos; de la raíz de cada una de ellas fluían gotas de vino claro y la unión de todas ellas formaba el río.
(...)
Luego, cruzamos el río por un lugar vadeable y encontramos una extraordinaria especie de viñas: en efecto, a partir del suelo el tronco era robusto y rico en ramas, pero en su parte superior eran mujeres, perfectamente formadas desde la cintura, como los pintores nos representan a Dafne metamorfoseada en árbol cuando Apolo va a cogerla. De las puntas de sus dedos nacían racimos. Además sus cabezas estaban cubiertas de largas cabelleras de pámpanos, hojas y racimos de uva. Al llegar, nos saludaron y dieron la bienvenida, unas en lidio, otras en indio, pero la mayoría en griego. Incluso nos besaron en la boca; mas aquél que recibía un beso, al punto quedaba ebrio y vacilaba en sus pasos. Sin embargo, no nos permitieron coger frutos, porque si arrancábamos uno, ellas sufrían y gritaban. Algunas manifestaron deseos de unirse a nosotros; dos de nuestros compañeros se les acercaron y ya no pudieron separarse; permanecieron sujetos a ellas por sus partes viriles. Efectivamente, quedaron fundidos y entrelazaron sus raíces; pronto de sus dedos nacieron ramas, se vieron envueltos en pámpanos y estuvieron en disposición de dar frutos.
Los abandonamos y huimos hacia la nave, donde explicamos a los que se habían quedado nuestras aventuras y los amores de nuestros compañeros con las viñas. (...) Al romper el día zarpamos con brisa suave. Pero al mediodía, repentinamente, cuando ya la isla estaba fuera del alcance de nuestra vista, se produjo un torbellino que hizo girar la nave, la levantó unos trescientos estadios y ya no la dejó caer sobre el mar, sino que la mantuvo suspendida en el aire, arrastrada por el viento que soplaba contra las velas y henchía la lona.
Estuvimos volando así por los aires siete días y otras noches, y al octavo vislumbramos una gran tierra en el aire, como una isla, brillante y redonda, resplandeciendo con luz deslumbrante; nos acercamos a ella, anclamos y desembarcamos. Al recorrer el país, descubrimos que estaba habitada y cultivada.
(...)
Decidimos adentrarnos en ella, pero fuimos detenidos por los llamados Hipogipos que nos salieron al encuentro. Estos Hipogipos son hombres que cabalgan sobre grandes buitres que les sirven de montura. Los buitres son enormes y tienen tres cabezas. Para ilustrar su tamaño diré que cada una de sus plumas es más larga y gruesa que el mástil de una gran nave mercante. Pues bien, estos Hipogipos tienen la misión de recorrer todo el país y si encuentran algún extranjero llevarlo ante el rey; así, pues, nos detuvieron y condujeron ante éste.

Continuará...